domingo, 4 de noviembre de 2007

Lagos, Transantiago y Bachelet.

Se comenta en todos lados la decisión del ex presidente de no asistir a la junta del consejo o qué se yo del Transantiago; mandando una carta en cambio, donde se adjudicaba la responsabilidad sólo del diseño del dichoso plan, pero no de la implementación. Y el pelado tiene razón: sólo es culpable del pésimo diseño de esta huevada que estaba destinada a cambiarle la cara al transporte público capitalino, y qué sólo logro cambiarle la cara a los millones de chilenos que nos vimos, de la noche a la mañana, sin micros y con un metro más abarrotado que bus de la India.
Pero, si el corrupto de Lagos no tiene la culpa, entonces, ¿quién? Pues la Gordis. Bajo su “gobierno” (si es que los académicos de la lengua me perdonan por usar erróneamente el término), aparte de todas las otras cagadas que han sucedido, se implementó el Transantiago. Y cómo se implementó. Los empresarios se pasaron por la raja toda ética, guardando sus gigantescas flotas de buses y sacando 2 a 3 micros cada hora. Los bancos, ni se vieron. Y, la famosa e internacionalmente reconocida empresa Sonda, encargada de los GPS (que aún no funcionan) y de cuánta maravilla tecnológica se prometió hace ya dos años, se arrancó con la plata, dejando el contrato arrugado dentro de algún basurero, con evidentes marcas de haber sido usado para limpiarle el culo a un ricachón hindú.
Me pregunto a mis adentrores… ¿de qué sirve ser presidente, si no tienes ninguna influencia sobre lo que pasa en el país; y, más aún, con contratos firmados con tu mismo gobierno? Bueno, eso queda para la Gorda. Ojalá se le ocurra pensarlo un día. Por mientras, los capitalinos seguimos timados.

PD: aunque no sea responsable de la implementación, Lagos vale callampa. ¡No a la reelección!

lunes, 22 de octubre de 2007

ALTERNO. Capítulo 9: Final.

Año Nuevo. Champañazos, abrazos locos, calzoncillos amarillos. La Torre Entel chispeando colores. Algunos bocinazos. Pobres hueones que celebran camino de algún lugar, o sólo salieron a dar vueltas para ver la felicidad de otros y olvidar la mierda en la que vivieron el año anterior; que continuará sin cambios el año que acaba de comenzar...

Mi papá detuvo el auto un par de cuadras antes de mi departamento. Sacó una cajita metálica de anilina de su bolsillo. La abrió. Dentro tenía una Ziploc muy doblada con algo de yerba. Armó un pito, sin prisa, tan relajado como la ausencia de pacos y gente a las 1 A.M. se lo permitía. Terminado de enrollarlo, me lo pasó. Dejé a un lado la botella de champaña a medio acabar que robamos de la comida en la casa e hice los honores.

-2006. Año Nuevo, vida nueva, dicen, ¿eh? -me dijo.
-Sí -contesté, reteniendo el humo.
-Voy a echar de menos esto -mostró el pito mientras se lo llevaba a la boca.
-Yo igual. Pero no podías pensar que me iba a quedar el resto de mi vida allá, viejo. Ya estaba incómodo en la casa. No soy un cabro chico, ¿cachai?
-Te cacho.

Una vez que el pito empezó a quemarnos los dedos, nos dimos un buen abrazo, con un par de lágrimas incluidas; cerrando así la despedida que veníamos arrastrando hacía cinco días. Luego, terminé el camino inconcluso a mi departamento para cambiarme la ropa formal que mi mamá nos obligaba a usar durante la cena, por algo más cómodo, y ojalá metrosexual. Comenzaba la cacería.
Llegué al Club Hípico cuando la cosa ya estaba armada. Con un barrido rápido logré captar al menos 5 o 6 minas que sobrepasaron con creces mis expectativas, y eso era sólo la entrada. No podía esperar a ver el resto.
Recorrí los distintos ambientes de la fiesta con cierto apuro, sentía que el amanecer estaba muy cerca y quería sacarle el máximo de provecho a mis lucas y a la primera noche del año. Emprendí, entonces, la ruta a la primera parada –obligatoria, por lo demás- de cualquier evento del que esperaba sacar algo más que un baile mamón y una larga cola al baño. Me estacioné en la barra. Tenía que regar la matita del desplante.
Ya humectada mi garganta, me abrí paso entre la algarabía desatada de la gente, agitando mi cuerpo al ritmo de la música, cuidando mi piscola como un amuleto sagrado. Buscaba por aquí y por allá, entre góticas, britpop y quién-sabe-qué, a la que podría ser la elegida. De repente, veía a una que parecía que también me veía a mí, entonces me acercaba de a poco, quizás con uno que otro movimiento pélvico, sacudiendo el queque un resto; y alunizaba muy cerca de la dama en cuestión. Un baile, dos bailes, y si no aparecía la química que buscaba, chao. Había suficientes mujeres para regodearse.
Ya como a eso de las 4, el regodeo había sido mucho y no había caído nada. Eso era preocupante. Y de la preocupación venía el copete, para relajarse. Entonces, de nuevo a la pista, más bailes, y nada ni nada. Más preocupación. Estrés. Luego el remedio y de vuelta al ciclo. Así me dieron las 5.
Hecho bolsa, y con la vejiga no mucho mejor, comenzó la búsqueda del baño. Y, ¿qué pasó? Lo obvio: baños llenos hasta el tope. “Bueno, a los arbustitos nomás”, pensé. Decidido, allá fui, pero me encontré con un obstáculo... si se le podía llamar obstáculo a ella. Melena crespa, morena, estatura media y bien formada. Sencillamente preciosa.
Nuestros ojos chocaron, ella me sonrió, yo le devolví el gesto. Caminé, ocultando lo más posible mi tambaleo madrugado, y la saludé. “Hola, ¿quieres bailar?”; “Sí”; “Ya pos”. Una, dos, cinco, diez canciones. Y, de ir al baño, ni hablar. Total, a la primera canción ya me había meado entero. Pero el calor del baile, la noche, la química, o qué se yo; no sólo secó mis pantalones sin que ella llegara a notar algo. Nos llevó derecho a su departamento en aquel taxi mágico que nos esperaba, cual limusina, en Blanco Encalada.
Una buena ducha juntos (que sugerí por razones obvias), masajes, y los cinco minutos del mejor sexo que le pude dar en las condiciones que me encontraba, la dejaron bastante contenta. ¿Yo? Creo que también. Un buen comienzo de año. Nada más. En su cama dejé a Monse, Sofía, y Julia. Se quedó con mi 2005, y con un número de celular que inventé para salir de ahí y no volver a verla. Quizás odie a las mujeres, o a mí mismo. Prefiero estar solo a hacer sufrir a otra mina para descubrirlo. Sufriendo yo de paso, claro.

lunes, 8 de octubre de 2007

ALTERNO. Capítulo 8: Secretos y cosas que deberían serlo.

El doctor Pavés me auscultó más de lo usual. “¿Te has estado cuidando?”, preguntó. “¿Por qué?”. “Tus exámenes están excelentes. Parece que volviste a los veinte, hombre”, me dijo, y se rió como si hubiera dicho lo más gracioso del día. Me reí con él un rato. Hacía bien reírse. Y Monse me hacía mucho mejor que las pastillas de mierda que me había hecho tomar este hueón después de mi pre-infarto del año pasado. Así que esa fue mi última consulta con él.
Aprovechando que estaba en el centro, me encaminé hacia República, con la esperanza de encontrar a Monse en su instituto. Como a las tres cuadras empecé a arrepentirme. El calor estaba cerdo y ni siquiera estaba seguro si la encontraría; estábamos a finales de Diciembre y seguramente ella ya ni siquiera estaba yendo a clases. O quizás sí. Aunque no importaba. Sólo quería verla.
Llegando al metro Santa Ana, por la salida de la autopista, se me cruzó un auto. Cuando traté de rodearlo, una voz femenina me detuvo en seco. Quién más: Julia.

-Te veo apurado, ¿necesitas que te lleve? -preguntó.
-No, con mis patitas llego a cualquier parte -le dije. Sólo verla era un cataclismo emocional.
-¿Seguro? Antes tomabas micro para no caminar tres cuadras.
-Sí, bueno, antes era distinto. Todos podemos cambiar, ¿o no? -no sé porqué dije eso último, pero lo dije. Y sonreí.
-Vamos, te llevo -abrió la puerta-. Súbete rápido que estamos haciendo taco.

¿Cómo algo tan rico puede dar tanto asco?

Monse, Monse, MONSE. Me repetí su nombre hasta el final. Después, huí. Volví a mi casa, me bañé, me vestí aprisa y retomé mi camino hacia su instituto. La esperé. Mi cara debía reflejar fidedignamente la pudrición en mi interior. La gente me miraba, los pendejos de apariencia carretera y las minas rumiando chicle y de risas tontas se detenían en mis ojos, y parece se contagiaban de mí. De mi ruina.
Con el sol en mis talones caminé a su casa. Me sentía enfermo, no podría tomar una micro sin vomitarle encima a alguien. Entonces el calor se había ido y un viento frío me apretaba el cuerpo. O pudo haber sido una gota helada la que me congelaba la espalda. Pero no me detenía. Si lo iba a hacer debía hacerlo en ese momento, no habría otro momento con todo tan claro, tan fresco. Ella debía saber. Era lo justo.
Golpeé la reja jadeando. Estaba exhausto. Pero verla aparecer, su sonrisa y un leve gesto de curiosidad, fue todo el descanso que necesité. La calma antes de la tormenta. Luego, pasar, saludar a su abuela que aún me miraba con desconfianza (razón tenía), y la pieza. La puerta que se cerraba tras ella...

-Nunca te hablé de Julia, ¿verdad?
-¿Julia? No, creo que no.

Suspiré hondo.

-¿Te pasa algo? -preguntó.
-Sí. Pasa que soy lo peor que pudo haber pasado en tu vida -otro suspiro y mirada al piso.

Creo que memoricé las migas de pan esparcidas en su piso, a mis pies. Tenía demasiadas cosas que decir, pero carecía completamente del valor para decírselas a la cara. Cobardemente las tiré sobre ella, tartamudeándolas todas juntas. Julia una y otra vez, al comienzo, en mi práctica, luego sus reapariciones esporádicas y, finalmente, el secreto. Aquella puta verdad que gangrenaba mis tripas.
Era 1998, y Julia estaba embarazada de mí. Al parecer, mi esperma de primerizo fue más poderoso que sus anticonceptivos, o algún capricho de Dios creó vida donde nunca debió haberla. Y el error comenzó a crecer. Ella lo supo cuando ya tenía dos semanas. Fue un shock. Yo, el pendejo de mierda, le cagué sus planes, su carrera, su vida. No lo podía permitir. Tomó una licencia indefinida en la pega, y viajó a España, decidida a abortar. Tenía familia allá y, después de aquel procedimiento quirúrgico pasajero, se daría unas buenas vacaciones. Volvería a Santiago relajada, me despediría y nunca más sabría de mí. Fin del problema. Pero el problema no terminó así. Dejó pasar días, y luego semanas antes de acudir al doctor. Finalmente, se dio cuenta de que quería a ese hijo. Nuestro hijo. Quizás no sería tan difícil. De cierto modo, ella me quería, y sabía que, en mi mente de niño, yo la amaba. Entonces la mano de Dios le cortó las alas. Perdió al niño a los tres meses. Aborto espontáneo.
Se sintió culpable por la muerte de su hijo. Pensó demasiado en deshacerse de él antes de quererlo. Se merecía lo que pasó. Al menos, era lo que pensaba. Para recuperarse, renunció a todo y se propuso a empezar de cero allá, en Madrid, lejos de Chile y de mí. Le fue bien. Al menos hasta que su flamante nuevo marido, el germano, empezó a pedirle un primogénito, que por más que ella intentaba, no podía darle. Quizás él era infértil, aunque con un aborto a cuestas, podía ser ella. Pero volvieron a Chile antes de averiguarlo, y aquí estaba yo. Entonces nos reencontramos, y fornicamos. Tal vez procrearíamos de nuevo, como ella quería, o necesitaba. Por eso su egoísmo la llevó una y otra vez a mí, y mi amor enfermo me arrastró siempre de vuelta a ella.

-Hasta hoy -concluí, mirando a Monse de reojo. Su cara ya no era ella. Los ojos se le humedecieron. Me quedé viéndola, intercalando con el piso, los posters de las paredes, los discos, sus lágrimas. No pude hacer nada más. Ya estaba hecho.
-Creo que... -murmuró de pronto- es una historia muy triste... amigo.

¿Amigo? ¿Sólo eso era yo? Le cuento que acabo de cagarla con una hueona de mierda y ella sólo me sobajea el hombro y sonríe compasiva. Quedé perplejo, atontado. Esperaba una patada en las bolas por lo menos, una cachetada, un “maricón culiao’, sale de aquí”. Pero esa pasividad, esa deferencia, realmente no la entendí. Tal vez se hizo la fuerte, la abierta de mente; aunque igual no éramos nada, y el título de “amigo”, por más que doliera, era lo que hace rato la realidad me gritaba en la oreja y yo me negaba a oír. Pero, todas esas señales: las risas, los carretes, la mano que me tomaba de vez en vez, los abrazos... “Me tengo que ir”. Me tenía que ir.

Voy llegando a mi casa y veo un tipo apoyado en un auto con la radio a todo volumen, bebiendo de una lata que no parece de bebida. Es Javier, borrachísimo. Al verme llegar me saluda, con euforia. Me abraza, me besa en la mejilla y me palmotea la espalda. Me hace beber de su cerveza tibia; me presenta a una gorda con chasquilla de araña, también curada, sentada en el asiento del copiloto. Entre el ruido, los palmoteos y el trago amargo me subo al auto. Chirriamos neumáticos y unos cuántos zigzagueos y aceleradas nos dejan en la Plaza Ñuñoa. Javier hace mierda la Redcompra y rellena la mesa de uno de los pubs con unos quesitos y papas fritas, mientras desfila un trago tras otro por nuestros respectivos portavasos. Que la Negra aquí, que la Negra allá (supongo que la aludida es la gorda, que pone cara de ídem), que me echaron de la casa pero me importa un pico, que ahora que el Roberto es hueco, tú eres el elegido...
De un tirón acabamos en la calle Marín, en un edificio al que los autos entran con las luces apagadas a través una cortina plástica. Voy bien cocido, y mi amigo y su acompañante apenas se pueden en pie. De nuevo la Redcompra y una pieza con tres piscolas nos recibe. Que a la Negra le gusta experimentar cosas nuevas, que tú que estai soltero, que somos amigos, que de aquí no sale. Chum pa’entro la piscola. La gorda pone una película porno en la tele, se saca el blazer de oficina y lo tira lejos. Javier se ríe y hace lo mismo con su terno y bota un vaso que cae suave en la alfombra de pelos rosados. Me siento al borde y asumo que estoy lo suficientemente sobrio para entender y negarme a lo que pasará. Pero no huyo. Pido más piscolas -“bien cargadas para la nueve”-, que aparecen tras una pequeña puerta que se abre en la pared.
Mi amigo se empelota rápido, y la gorda le sigue el ritmo. En tiempo récord haciendo el perrito mientras yo lentamente desabotono mi camisa. Quizás pudiera huir, pero una fascinación me hipnotiza y me pega los pies a la alfombra de pelos más rosados de lo que parecían. Fuera zapatillas, calcetines. Pantalones. Javier gime por última vez y abraza las tetas de la gorda, que resopla y se recuesta lentamente con mi amigo a su espalda. Ambos jadean al compás, y poco a poco se van apagando. Uno de los dos se tira un peo, demasiado churrete, como estrujando el último poco de mayonesa del envase. De la risa paso al asco, y del asco, con los pantalones a mis pies, corriendo al baño a vomitar. Al rato salgo y los veo en la misma posición, en el medio de la cama redonda cubierta de piel de cebra. Duermen. Recojo mi camisa y mis ojos se detienen en los granos y cráteres del culo de la gorda. Otra carrera al baño. Después, la calle, mirar atrás con una sonrisa y caminar a Vicuña Mackenna. Ha sido un largo día.

viernes, 21 de septiembre de 2007

ALTERNO. Capítulo 7: Padre e hija.

Por tres meses, después de perder a Julia el 98; nadé por la vida sumergido en piscolas, roncolas, vodkas, chelas, pitos y pastillas para dormir. Gastaba los días encerrado en mi pieza y recluido en mi cabeza, apartado en una isla-prisión rodeada de sangre que salía de mi corazón roto y cubría todo hasta donde yo podía ver, y lo único que quería ver, era ella. Entonces miraba a mi alrededor y sólo había una botella de algo a medio beber y un casssette de Radiohead esperando a ser rebobinado y oído por centésima vez. Era un hombre con pocas opciones.
En esos fulminantes días, no había un dolor definido al que yo pudiera aferrarme. Todo era sufrimiento y derrota, un constante “por qué te fuiste”, “dónde estás”, “qué hice”. Y sus últimas palabras retumbando como telón musical: “Créeme que te estoy haciendo un favor.” Un favor hubiera sido evitar que me intoxicara con las pepas y el whisky de mi viejo, no eso. No apartarse sin explicación, no dejar de contestar mis llamadas, renunciar a la revista, irse a Europa. Eso no fue un favor; fueron decenas de shocks eléctricos que terminaron por fundir mis neuronas y mis ganas de vivir.
Monse. Ese nombre sonaba diametralmente distinto a “Julia”. Monse sonaba a vida, juventud, posibilidades, sonrisas. Monse era, bueno, quizás la única mujer que se me había cruzado por delante en las últimas semanas; pero, aunque hubieran habido mil más, seguiría contando como la única. Monse.

-Es un buen lugar. Piola.
-¿En serio te gusta? -me pregunta, con unos ojos que reflejan las imágenes de una pantalla tras mío.
-Sí. Es como la Blondie. Claro, sin pista de baile.
-No pos, sin pista.
-Mmmm. Bueno, cuéntame algo de ti. Lo que sea -no puedo disimular que el silencio me carcome.
-Estudio Publicidad en un instituto por acá cerca. Me va bien igual, la carrera es...

Sus palabras en realidad no me importan. La música demasiado fuerte le da un eco especial a su voz; sus dientes un poco desviados le otorgan imperfección e inocencia al conjunto de su cara, que toda junta parece ser lo único que me rodea. Es hermosa y no puedo desearla, me encanta y apenas me calienta. Sólo tengo esa molesta sensación en la guata que la chela no enfría. La cagó. De verdad me gusta esta pendeja de mierda.

-¿Y tú? ¿Qué haces por la vida, aparte de vivir con tus viejos en una casa linda en Ñuñoa?
-Nada. Osea, lo típico. Soy diseñador. Pituteo pa’ distintas revistas y no me ha ido mal últimamente... eso.
-Ah... ¿Y pensai estudiar otra cosa, o, no sé, buscar otra pega?

¿Estudiar otra cosa? ¿Acaso soy un hueón de 21? Pues no. Hace más de 11 años dejé de serlo. Quizás en materia sentimental aún no llego ni a la veintena, pero en el resto... soy un viejo podrido y añejo. Pero eso sí lo puede enfriar la chela.
Ahora, mientras caminamos a la Alameda para tomar nuestras micros, me alegro de haber hecho esa llamada. “Podríamos salir uno de estos días”; “Mañana”; “Ya pos. ¿Dónde?”; “Al Snack Bar”. Y ahí estuvimos. Y de ahí venimos, riendo. Si mis amigos se enteraran... Por lo menos a uno lo tengo cubierto con su secreto. Al otro lo voy a hacer esperar. Quiero tomarme esto con calma. Tiene 22 y parece de trece. Yo, 32 y me han echado hasta 45. Somos un papá y su hija despidiéndose en el paradero de Cummings con la Alameda con un cariño sospechoso. Un par de señoras miran desde las ventanas de algunas micros un poco alarmadas. Mientras, mi mirada se pierde en esa 233 que se va con ella, pero sin mí.

Me duché antes de salir al asado dominguero en la casa de Javier. Me detuve a mirarme en el espejo, cosa que no pasaba muy seguido. Todavía ostentaba esa panza por la que tanto me hueviaba Sofía (adicta al gimnasio ella) y las tetillas peludas que Julia insistía en depilarme cada vez que mi período refractario se alargaba más de lo soportable. Pero había algo que no estaba ahí antes. Estaba erguido. Osea, bien parado, de masa colgante, pero postura impecable. Decadente, pero impecable. Chistoso. Ameritaba un pito con mi viejo.

-Me gustaría conocerla. Debe ser simpática.
-Sí, es increíble ella. Me tiene loco, y la conozco hace como una semana nomás...
-¿Sabes lo que es raro aquí?
-¿Tú y yo fumándonos un pito acá arriba?
-No, eso ya no es raro. Es rutina, como ir a misa o desayunar. Lo raro es cómo tú, mi hijo de treinta y tantos, me habla, recién ahora, de mujeres. Recién ahora, ¿te das cuenta?

Recordé a mi viejo; el perro, el Pinochet del Evangelio, que conocí en mi juventud. Cómo decirle que ni cagando hubiera pensado en hablarle del clima siquiera. Le tenía más miedo que la chucha.

-La gente crece, papá. Ahora me siento preparado para entender tus consejos -mentí.

No había asado; sólo estábamos los tres en la casa. Tarde de solteros: tragos varios, unos pocos picoteos, un gol tras otro repitiéndose en la tele en MUTE. Todo listo para tirar los calzoncillos sobre la mesa y dejar todo salir. Lo malo es que nada salía. Nadie hablaba. O nadie hablaba coherencias. Que la pega, que las vacaciones que ya se venían, que puras huevadas. Y los secretos que se nos arrancaban de nuestra cara de incomodidad, bien guardados. No se soltaban con el ron ni se traslucían con la expresión de confesionario que cada cierto rato ponía alguno de nosotros. Estábamos más en MUTE que el FOX Sports.
Ya caída la noche y en el piso nuestro ánimo, la reunión estaba terminada, pero nadie se decidía a pararse, agarrar sus huevadas y mandarse cambiar. Entonces, en medio del silencio, me acordé de la vez en que Javier se tiró por la ventana de su pieza en una rayadura de papa impresionante, una tarde de pitos post-U. Conté la anécdota y provocó tal explosión de risa que estoy seguro que al menos una uretra en ese living cedió al apresurado chorro de orina alcohólica. Y si no, por lo menos cedieron otras cosas.
Roberto, recuperando el aliento, miró al piso y confesó. “Amigos, me voy a separar”. Los otros dos paramos de reír y pusimos cara de velorio. Ahí, en el momento en que cualquier buen compadre consuela o pide explicaciones, Javier preguntó: “¿Tú también?”. Los miré a ambos. “¿Por qué se van a separar?”. Se pisotearon en sus respectivas respuestas, pero ambas quedaron bien claras, flotando en el aire. “Porque soy gay”; “Porque tengo una amante”.
Sabía que Roberto era gay, pero pensé que intentaría conservar su matrimonio, al menos durante el embarazo de la Lorena. Pensé mal. Por otro lado, hace tiempo que a Javier se le notaba el hastío, la repulsión que sentía por su matrimonio y, quizás, hasta por su propia vida. Él, que nunca pensó en revelarse más que sólo un poco, terminó tragado por el sistema que decía detestar. Ahora se le veía aceptando estoico su castigo: una vida gris, llena de responsabilidades, sacrificios, hijos, cachos... que, a fin de cuentas, empezaban con una “M” y terminaban con una “O”. Ma-tri-mo-nio. Y su esposa gorda y patéticamente enamorada y/o narco-dependiente de él. Hasta que se aburrió el hueón. Finalmente se aburrió. Se veía venir.

-Monse, la vida es una mierda, ¿no crees tú?
-No.

¿No?

-Sabes, tenes razón. La vida no es una mierda. Tenes razón.
-Jaja. ¿Tú también veías Los Rompeportones?
-Sí. ¡Salud por eso!

Nuestros vasos de plástico salpican a todos lados la Escudo de $1.200. Nos reímos. El amigo de Monse, sentado frente a mí, me mira con cierto desprecio, y en esa expresión encuentro lo que hace rato me estaba dando vueltas. Ahora sé quién es este concha de su madre. ¡Es el narigón culiao’ de la otra vez en la Blondie! Ya sabía que su cara me era muy conocida. Bueno, cagaste pos, hueón. Ahora la Monse es mía. ¡Salud por eso también!

lunes, 27 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 6: Zigzagueando por la vida.

Dejé el pituto de la revista de novias (me tenían chato los artículos mamones y los vestidos blancos), y empecé una pega más interesante en la Miss 17. Al menos las pendejas tenían su qué. Por otro lado, la convivencia con mis viejos se hizo mucho más pasable. Era nada más cosa de conocerlos, entenderlos, compartir con ellos. Sí, compartir...
Encontré a mi papá fumándose un pito en el baño. Nunca en mi vida imaginé semejante aberración, pero ahí estaba el viejo, relajado; dándole pulmón a un cigarro de yerba. Pensé que no me había visto, y de seguro él pensó que no lo caché, y pasaron unos días hasta que me pilló con mi pipa en el ático. Pese a la sorpresa, ninguno habló. Él se sentó a mi lado y tomó la pipa de mi mano. Fumó un poco y me la devolvió; luego fumé yo y repetimos el proceso. Seguimos así toda la tarde; mi papá, un viejo de sesenta y seis, y yo, echando el humo por la ventana. Parecíamos pendejos de quince. Fue algo insano, insólito; y una incomparable experiencia padre-hijo; que se repitió periódicamente desde ese momento. “No le cuentes a tu mamá, Ñato.” “Sí, papá, tranquilo.” “Era el copete o esto.” “¡Tranquilo, viejo! Deja de calentar la pipa y relájate. De aquí no sale”.
Aún recuperándome del asombro con mi papá, sorprendí a mi madre poniéndole el ingrediente secreto a sus queques, tan populares entre las viejas del barrio. “Huevos, harina, azúcar y cogollos. Con razón te va también con el negocio.” Adivinen lo que me contestó: “Ñatito, mi amor; no le contís nada a tu papi. Si se entera que le saco sus cosas...” “Vieja, no te preocupes. De aquí no sale. Eso sí, vai a tener que soltarme el queque.” (Me refería a uno de los que tenía sobre la mesa, claro).
Alucinado (literalmente) con mi nueva camaradería familiar, la vida parecía marchar re-bien. No tenía atados de lucas ni conflictos existenciales, y saber que la presunta relación tortuosa de mis viejos se sostenía por el amor, la rutina y las drogas, bueno, me daba bastantes razones para sonreír. Aunque era difícil hacerlo de vez en cuándo. Me faltaba mina. Mina, hijos, y un perro culiao’ rompiendo y meando todo en mi casa perfecta.

-¿Te acordai de la otra vez, o no?
-Sí, osea, no como un grato recuerdo. Una anécdota de aquéllas: mi primera y última noche en el Bokhara.
-Para mí no fue la última.
-Tampoco la primera, por lo que me contaste cuando bailabai Madonna curado. Pero te entiendo, hueón. Quién mejor que yo para decirte que porque te gusta cierto estilo de música, no necesariamente eris hueco. Si tú vai pa’lla por la música nomás, ¿cierto?
-Sí... eso te dije.

Levanté mis ojos del pitcher en medio de nosotros. Miré a mi alrededor y le indiqué a Roberto que se acercara a mí. Nos inclinamos un poco sobre la mesa y, en voz baja, le pregunté: -¿Sólo vai por la música, no?
Desde su negación con la cabeza pasamos a terrenos más pedregosos. Sabía que el que hubiera tenido una experiencia homosexual por ahí no significaba que él lo fuera; pero pronto mi teoría se hizo humo al enterarme de que ni siquiera las tenía contadas, y no porque fueran pocas. No había remedio: mi amigo era gay. El problema era que estaba casado; y el atado era que se acababa de enterar que su señora había quedado embarazada. Entonces me acordé de Julia. ¡Puta que es injusta la vida, Señor!

Ya eran mediados de Noviembre. Lo sabía porque el sol salía temprano y no se iba nunca, alargando los días para pensar en el rollo de mi amigo. Me había dejado bien cagado la cosa, no sólo porque no podía (ni sabía) ayudarlo; era más esa sensación de impotencia que me quedó, de cómo Dios puede ser tan maricón de repente con ciertas personas, conmigo mismo incluso. Además estaba Julia. Supe que el alemán hijo de puta se había ido de la casa y estaba terminando unos negocios para volver a su país y dejar definitivamente su matrimonio botado. Y no es que ese asunto me debiera importar mucho. La mina en verdad se había portado como el hoyo conmigo, y su buena acción de la otra vez no estaba ni cerca de remediar lo que me había hecho a lo largo de los últimos ocho años. Por eso llegué a alegrarme un poco de su desgracia, de su recién adquirida soledad. Pero esa soledad empezó a carcomerme los días, esos largos días, y después las noches.
Me desvelé una semana corrida pensando en ella, y para la última hojeada al celular a las 4:30 de la madrugada del Domingo, exploté. Salí a caminar por Irarrázabal con un buzo ordinario que usé para correr un par de veces en mi vida y dejé tirado al olvido. Pese a la fecha, el frío me tenía hecho cubo, y las imágenes que evocaba de ella me derretían los pies con cada paso que daba lejos de mi celular, de su número, del reencuentro. Hasta me temblaban las manos por echarle un par de gambas a cualquier teléfono público que se me cruzara. Pero no. Necesitaba despejarme, escapar de mi obsesión por ella y no volver a ceder a la tentación. Porque de tanto pensar en Julia me sentí enamorado de nuevo; de su cama, de sus tetas que no cedían al paso del tiempo y de no sé qué mierda que me atraía tanto en ella. Y ahora que estaba sola, yo solo, ambos solos...
Llegando a Vicuña Mackenna, el sol cumpliendo su amenaza de salir y distraído con mis pensamientos, le pegué una patada a una botella que estaba al borde de la cuneta. Naturalmente, con la mala cueva que me caracteriza en ciertas ocasiones, la botella se hizo pico en la calle y los góticos que estaban a mi alrededor corearon un “¡Ahueonao’!” que me hizo hervir la sangre. Les iba a gritar unas puteadas a esos culeados del Bal Le Duc, cuando uno de los dueños del copete esparciéndose por la avenida me miró con una cara familiar. Sin llegar a reconocerlo del todo, alguien tocó mi hombro.

-¡Hola, desaparecido! -me dijo la niña cuando volteé.
-Hola, tú -respondí, sin atinar a nada.
-Nunca me llamaste -dijo, sacando su celular con una huevada luminosa colgando.
-Ah -recordé esa vez en la Blondie. Pensé en llamarla en un par de ocasiones de calentura extrema, pero solo tenía su número bajo el nombre asadfsff.
-Llegando a mi casa me acordé que no te había dicho cómo me llamo.
-Sí, bueno, a mi me pasó lo mismo -respondí, mirando de reojo a su acompañante, un hueón flaco, pelo despeinado, barbón y un poco afeminado, que miraba con dolor el licor que ya a estas alturas se evaporaba del pavimento con la luz del amanecer-. Oye, sorry por lo del copete, chiquillos -me sentí un viejo culiao’ diciendo esto-. ¿Les puedo comprar algo?

Terminamos cagados de la risa en mi pieza, tomándonos unas piscolas y fumando unos caños al desayuno. Estuvo increíble. Ya para las una, estábamos tirados en la alfombra durmiendo la mona. Desde ese momento no tuve más insomnio. Es más, luego de que ellos se fueron sin que mi mamá les alcanzara a ofrecer once, volví a dormir y no desperté hasta el Lunes a la hora de almuerzo. Ahí, mientras comía, pensé cómo tres personas pueden estar tantas horas juntas sin decirse sus putos nombres.

Desconocido llamando.

-¿Aló?
-¿Me vas a decir tus nombre de una buena vez?
Risas.

-Hola, pos.
-Hola, chica. Bueno, ¿y?

Más risas.

-Ya, tan ansioso. Yo me llamo, tatatatan: Montserrat, pero me dicen Monse. ¿Y tú?

“¿Yo? Un caliente de mierda nomás, señorita”.

martes, 21 de agosto de 2007

Lo anti-ético del “Sueldo ético” (o “Los curas culiao’s y sus huea’s”).

Cortito. Hace algunas semanas vengo escuchando que por todos lados se habla del famoso “sueldo ético”, que las desigualdades sociales, que la injusticia, que la cacha de la espada. Y yo miro a Monseñor Alejandro Goic, el impulsor de toda esta discusión, y luego oigo a Fernando Montes, sacerdote Rector de la Universidad Alberto Hurtado, institución donde estudia mi polola, avivándole la cueca al otro cara de vampiro, y pienso… ¿qué rechucha se creen los conchas de sus madres? Mientras el primero se pasea de un lado a otro en Mercedes Benz con chofer, vive en una mansión de allá arriba del cerro, con mayordomo, chef internacional personal y todas las otras comodidades que el 1% del sueldo de cada gil que le cree a la Iglesia puede comprar; y el otro hijo de puta, que sube el arancel de las carreras 300 lucas todos los años, no le da beca a nadie y aumenta los cupos de las carreras hasta hacer que en las salas no quepan ni los profesores… Osea, discúlpenme, pero quienes menos pueden hablar de huevadas éticas, son ellos. Y para que llenarme la boca con todas las demás chanchadas que han hecho a costa de Dios y el miedo y la culpa que provoca, a lo largo de dos mil años a la fecha. Putos pedófilos, maricones, caras de raja y vagos. Burgueses infames ocultos tras una fachada de castidad y votos de pobreza. A mí me gustaría ser pobre como ellos. No trabajaría más.
El Mercurio miente, y, adivina: la Iglesia también.

lunes, 20 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 5: Casorio.

Como suponía, encontré un sushi bar en un rincón de la carpa. Preferí hacerle el quite; los rugidos de mi estómago ante el salmón crudo y el arroz enrollado en algas no pronosticaban algo bueno. Seguí deambulando entre gente con sus tragos y conversaciones, con mi pucho al frente y mi copete como escudo. Necesitaba salir de ahí, pero a la vez me sentía obligado a quedarme. Sofía me había invitado personalmente a su fiesta de compromiso.
Me topé con dos senos pegados a Pamela Díaz, el bigote ordinario de Pato Laguna, varias argentinas oxigenadas de las que saturaban los medios, y un lote kuma de fubolistas que haría cruzar la calle hasta al más valiente. Entre ellos, irradiaba felicidad el pelado ordinario que las oficiaba de novio y anfitrión, y en una esquina, quién solía ser mi suegro, escondía su pre-infarto tras una sonrisa dura. Pensar que se espantaba porque yo era un “pobre diseñador”. La quiebra de una empresa cambia a cualquiera.
La música envasada se cortó súbitamente. Todos miraron al escenario armado para la ocasión, y aplaudieron a rabiar a los integrantes de la Sonora Palacios que ocuparon sus lugares y le dieron duro a la cumbia. ¡Qué baile, Señor mío! Y yo, sentado al lado de los canapés, siguiendo con atención a los futuros novios, trataba de robarle aunque fuera un intercambio de sonrisas a Sofía. Quería sentir, por último, que agradecía mi penoso acto de presencia. Así valdría la pena haber tomado dos micros y tragarme los comentarios (o escupitajos) a mis espaldas.
Mucho rato después, cuando el quinto plazo de 10 minutos que me propuse para irme estaba por expirar, súbitamente la novia me tomó del brazo y me llevó fuera de la carpa. Era prácticamente un bosque ahí afuera, por lo que pude percibir en la oscuridad de la noche. Y esa misma oscuridad fue todo lo que necesitamos. Cubiertos por árboles y ligutrinas, ella se subió la falda, yo bajé mis pantalones, y apoyados en un tronco con olor a meado añejo, tuvimos un rapidín ganador, como esos de aquellos tiempos... buenos tiempos.

-¿Qué fue eso? -me atreví a preguntar, mientras veía su silueta subirse las pantaletas. No respondió. Volvió adentro y me dejó cagándome de frío en las alturas de Manquehue.

Las inminentes Fiestas Patrias alborotaron el ambiente de la casa. Mis viejos tenían las rancheras evangélicas a todo chancho, todo el día. Nadie diría que no había espíritu dieciochero en la familia. Nadie que me hubiera visto curado en mi pieza de pendejo, o fumándome un caño en la ventana del altillo, o tirándome a Sofía. Repito: tirándome a Sofía.
Resultó que lo de la fiesta no fue una volada del momento. Era el inicio de una huevada compulsiva, y con el mismo toque de esa noche: sin palabras. Un mensaje al celular, salida del gimnasio, un rincón con algo de privacidad, y luego cada uno por su camino, hasta el próximo mensaje, siempre proveniente de ella. Un buen sistema. Sin presiones, más allá de que alguien nos sorprendiera, y sin compromiso. Aunque me hubiera gustado algo de lo segundo.
Su hora para el Civil quedó fijada para la primera semana de Octubre. Los encuentros furtivos se hicieron más frecuentes. Debía borrar constantemente los mensajes de mi Nokia “Picapiedra”, ya que ni él ni mis reservas espermáticas daban abasto para tanto mensaje y tantas escapadas; con unas cuecas entre medio.
Pasadas las empanadas, la chicha, el hachazo y las rancheras sobre el nivel de decibeles aceptables para mi oído, agarré el valor para enfrentarme a Sofía. Fue en un estacionamiento cerca del Parque Arauco, después de que ella anduvo de shopping con una “amiga”, que resultó tener barba y paquete (sorpresa que ya se han llevado algunos).

-¿Me podrías explicar qué es todo esto? -ni siquiera me miró, arreglándose el pelo frente al retrovisor-. ¿Podrías explicarme? ¿Podrías...
-¿Para qué? -sobresaltada. ¿No te gusta?
-No, no es eso... es raro.
-Pero rico.
-Sí, aunque preferiría una cama -me mira.
-Ahora quieres una cama. Después vas a querer un jacuzzi, o una playa caribeña. Han pasado más de dos meses y aún no sacas nada en limpio, hueón.
-¿Sacar en limpio qué?
-Que siempre querís algo más. Igual que cuando estábamos juntos. ¿No te bastó conmigo? -enojada-. ¿Tuviste que cagarme con esa vieja de mierda? -llanto.

Hubo un silencio. Secó sus lágrimas. Traté de pensar en algo que decir, pero no se me ocurrió nada. Siempre me pasaba cuando la veía llorar. Siempre me pasó con cualquier mina que lloró a mi lado. Y siempre quise algo más.

Tuvimos algunos encuentros después de eso. En el último, cuando ella se arreglaba la falda y yo subía mis pantalones, volvió a hablar. Al día siguiente, se casó. Yo, mirando el reloj del “Picapiedra” cada dos segundos, continuaba digiriendo sus palabras en el estómago de mi cabeza, al tiempo que imaginaba el lugar, los flashes y la farándula que la rodeaba en esos instantes, mientras el pelado y ella estampaban su firma en un librote. “Él me ama, yo lo quiero, nos vemos bien juntos y vamos a tener hijos bonitos. No hay nada más. Así es la vida, y tú nunca quisiste aceptarlo. Ahora, yo acabo de hacerlo”.
Eso sería. No más follones a deshora, no más mensajes en el celular. No más Sofía. Y no más cesantía, gracias a algunas movidas de quién me ayudó a ser cesante en primer lugar: Julia. Irónicamente, gracias a ella me hice de un par de buenos pitutos como freelance en un suplemento de un diario y una revista de... trajes de novia. En fin, pagaban bien, las pegas eran relajadas y me ayudaron a dejar de pensar huevadas durante la mayor parte del día. O no tanto.

-¿Cómo te ha ido?
-Mmmm, ¿en qué sentido?
-La pega, obvio.
-Bien, sí, bien. Tranquilo. ¿Para eso llamabas?
-Sí, para eso. Saber cómo estabas...
-Julia, mira, te agradezco la paleteada. Me salvaste la vida con tus pitutos. Pero creo que es muy luego para...
-Relax. No pensaba hablar de nada más, si es lo que te complica.
-Ah...
-Me separé de Hugo en todo caso. Igual sería un tema interesante para conversar. Tal vez en otro momento.
-Chucha, disculpa; no sabía qué... bueno... ¿y por qué se separaron?
-Lo de siempre. Él quería un hijo...

Si habrá gente cagada en el mundo. Pero también hay personas que no lo están, como mi amigo Roberto. Y siempre es bueno que existan personas así. Los que estamos cagados podemos llegar a amargarles la vida de vez en cuando, como lo hice yo en su debido momento.
Nos juntamos un día después de su pega, en un café medio artístico-conceptual. Mi expresso se congeló mientras dejaba mi mierda salir e inundarle la cabeza. Le conté todo, desde que Sofía supo que la había cagado con Julia y se había ido del departamento, hasta mis últimas conversaciones con ambas. El hueón no cambió la cara; quizás una que otra mueca cuando pasaba la parte más escabrosa con Julia. Y nunca habló. Sólo miraba, bebía su capuccino y meditaba, hasta que terminé y le dí un par de sorbos a mi taza fría.
“Esta huea’ amerita un trago. Yo invito”, me dijo. Y nos fuimos a tomar un trago. “Tomar y hablar hueas tristes me deprime”, dijo, medio encañado. Y nos fuimos a una disco. “Esta huea’ está llena de maricones”, le dije. Y nos quedamos.

viernes, 3 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 4: Un leve retroceso.

El techo no había cambiado. Los mismos surcos que formaban caras de personajes de televisión de los noventa, surcaban sus siluetas y contornos y ojos y mejillas por toda la superficie de madera sobre mi cabeza. El olor a cera, fosilizado en el aire, era idéntico al que aún tenía en el fondo de mis fosas nasales, y mezclado con el ruido ocasional de algún auto transitando por la pequeña calle del frente, me hacía volver a ver en las paredes los posters de los Rolling, The Cure y Morrissey, ahora damnificados al fondo de algún vertedero suburbano.
Llevaba una semana viviendo con mis papás. Hojeaba frenéticamente los económicos del diario todas las mañanas, y cada tarde visitaba el cibercafé más cercano para revisar las ofertas de trabajo en algún portal afín, rodeado de treintones cesantes en la misma. Me sentía patético por volver a la casa, por estar sin pega, sin mina y con cero ganas de hacer más que acabar todas las noches tirado en la cama mirando al techo y tomando Bálticas (para abaratar costos).
Con Julia, las cosas se habían ido directo a la mierda un mes atrás. En medio de una excelente cópula, se prendió la luz de la pieza. Cuando mis ojos se adaptaron al ampolletazo, aún con la mina pegada a mí, encontré a un tipo alto, delgado y con cara nórdica en el marco de la puerta, observándonos. “Mi amor, veo que no has perdido el tiempo”, dijo, y su expresión se llenó de lujuria al más puro estilo Villa Baviera. Julia, sin inmutarse, me lo presentó. Era Hugo, su esposo, que venía llegando de viaje. No esperé más detalles y huí de ahí con mi ropa a dos manos. La cosa auguraba un trío o un crimen pasional, y no estaba dispuesto a esperar ninguno de los dos.
Ya estaba acostumbrado a las mariconadas de Julia. Podía perdonarle su egoísmo, su frialdad y sus accesos ocasionales de sadomasoquismo; todo eso era parte del paquete. Pero que me haya ocultado que era casada, conociendo mi tendencia a engancharme de ella... bueno, ya era mucho. Así que la dejé con su alemancito freak, con su idea retorcida de la institución sagrada del matrimonio y con sus vibradores fosforescentes, y durante los días siguientes me negué a contestar cualquier llamado o e-mail proveniente de su metro cuadrado.
El pánico a la soledad pronto dio paso a nuevos bríos, y rehacer mi vida se me hizo mucho más fácil de lo que había pensado. Reenfoqué mi energía sexual de patas negras flaite (tipo Rumpi) a mi trabajo y me gané varios elogios por parte de mis colegas y superiores de la agencia; lo que me hizo merecedor de las cuentas de nuestros clientes más importantes. Entonces, Julia apareció de nuevo. Venía con la cara cambiada y el rabo entubado entre las piernas. No podía negarme a escucharla. Nunca la había visto así.
Del pub al que fuimos a conversar no recuerdo nada. La música, la gente, los copetes; tragados por la tierra. Sólo están sus palabras, sus gestos, sus lágrimas. Su verdad, y de guatazo al hoyo. Todo a negro, mi vida de cabeza y las grandes ideas que tenía para las campañas de Adidas, Kia y Evercrisp, aplastadas por el peso de su revelación. Por eso el bloqueo creativo, la pérdida de las cuentas, el despido, la frialdad que me hizo escapar del departamento y la falta de plata que me empujó de vuelta a la casa de Ñuñoa.

-¿Sabis lo que te hace falta, hueón? -Javier en su pose antimatrimonial-. Salir a carretear. Atracarte una minita, tirártela, y seguir carreteando. Es lo más productivo que podis hacer con tu tiempo libre.
-Demás, hueón -Roberto coanimando, roncola a modo de micrófono-. ¿O te vai a pasar el resto de tus noches encerrado en tu pieza de mierda escuchando tus compilaciones de la Zero en el personal?
-Tomándote unas Escudos -aporte de Javier.
-Báltica -interrumpo.
-Puta, peor -Roberto-. Mira, yo con mi señora -enrostrando su matrimonio feliz sin hijos- vamos de vez en cuando a una salsoteca, por ahí en...
-No bailo salsa -interrumpo de nuevo.
-Verdad, se me olvidaba que eres “alterno” -Roberto, cínico.
-Como los niñitos gay del Portal Lyon -los aportes de Javier no paran.

Risas. Todos beben sus roncolas.

-Ahora, en serio. ¿Todavía te gusta esa música? –Javier, inquisitivo.
-¿Por qué no? A ti también te gustaba. A ustedes dos les gustaba -cierro apresurado, antes de cualquier gritito maricón y más hueveo.
-Sí... pero la U me cambió. A los dos -Roberto y la Chile y el Che y Pío Nono. Y un suspiro, otros sorbos de roncola y yo pensando: “Qué bueno que me salí de ahí. Creo”.

A Fluck of Seaguls. Buen pelo. Quizás lo hubiera usado así, pero llegué muy tarde a los ochentas. Es más, me los perdí. En la Blondie a nadie le importa, en todo caso. Harto glam y viejos cracks de la movida, de esos que se alegran del boom del kitsch; abrazados a sus contemporáneos como hippies alrededor de una fogata en Piedra Roja, meneando sus fofos culos de oficinistas de Lunes a Viernes. Mirarlos me reconfortaba. Mi culo igual ondeaba en flacidez, pero digna y bien llevada debajo de los jeans de diseñador que alguna vez me regaló Sofía, la nueva chica Giordano.
Me había fumado un pito gigante, lo que no afectaba en nada mi rendimiento en la pista. Una que otra mirada capté, al menos, lo que era más que suficiente para olvidar la última noche que había estado ahí, y lo caga-onda que me había soltado encima Julia hacía poco. Jodida la mina. Jodida la vida. Jodida la música. Jodida de buena.
“Bonita polera” oí entre los beats de Devo. Me volteé y se abrió paso entre el humo una silueta de mujer con cara de mujer que sonreía como mujer en mi dirección. Le devolví el gesto (como hombre), al tiempo en que mis neuronas conectaban para hacerme recordar lo que olvidaba al salir de casa: cambiarme por algo decente la camiseta de Sofía que yo usaba para dormir. Pero seguí mostrando los dientes en actitud indiferente y dije: “¿Te gusta? Es de los Cariñositos. Kitsch, ¿no cierto?”. Ella rió y contestó: “Súper”.
Sin muchas palabras más nos pusimos a bailar mientras se sucedían los clásicos y los no tanto en pantallas y parlantes. Al principio, pensé que la mina sólo quería sacarme algún copete gratis y después seguir su camino, pero con el pasar del tiempo, vi sinceridad en sus sonrisas y, no sé, me quedé pegado en ella. Pegadísimo. Siempre me pasa con la yerba.
Las luces se prendieron y recién ahí desperté de mi trance. La mina, que hasta ese momento llevaba como dos horas conmigo, se metió los dedos a la boca y chifló en señal de protesta. Algunos hicieron lo mismo, mientras la demás gente se agolpaba en las escaleras para salir. Miré alrededor, sacudiendo las últimas moléculas de THC fuera de mi cerebro, y la perdí de vista. No me sorprendí. Las minas casi siempre se escapaban de situaciones así, especialmente conmigo. Al menos tenía el consuelo de haberla observado muy bien durante toda la noche, y sus detalles no se borrarían fácilmente de mi retina.
Subí pajero los escalones, y cuando me aprestaba a recorrer los últimos pasos hacia la puerta, sentí un brazo que me tomaba del mío. Miré hacia atrás y ahí estaba ella. “No me esperaste. Me estaba despidiendo de mis amigas, no buscándome otro mino”, dijo, en un divertido reproche.
Pasamos un buen rato en el paradero. Estaba fascinada escuchando mis historias de los noventas, y no ponía ningún interés en las micros. Me hacía sentir especial, y viejo a la vez. Se notaba que no superaba los 25 años, o si lo hacía, su cuerpo pequeño y delgado nunca los demostraría. Me encantaba, y no quería que la noche acabara. Entonces, de sorpresa, el sol amenazó con salir. Ambos hicimos el gesto de mirar la hora, y luego nos dimos cuenta de que sólo faltaba decir “Chao”.

-Bueno... -empezó ella, mirando al horizonte-, ahí viene mi micro.
-Claro... -seguí yo.
-Anota mi fono.
-OK -ingresé su número en mi celular, luego lo hice llamar, hasta oír que su carterita vibraba.
-Saliste desconfiado.
-Nunca se sabe...

El bus amarillo finalmente llegó hasta nosotros y se detuvo en el semáforo de la esquina. Ella se acercó a mí, me dio un abrazo bastante efusivo y un beso en la mejilla. Luego, caminó rápido hacia la puerta abierta del vehículo.

-Oye -me gritó por la ventana de la micro-, la próxima vez, fíjate bien en las poleras que comprai. Ese nunca fue un Cariñosito. Es un oso medio gay abrazando un corazón que dice I love you.

Me cagué de la risa y le respondí que ya sabía. Su micro partió y yo crucé la Alameda para tomar la mía. Recién en mi cama caché que nunca me dijo su nombre.

lunes, 9 de julio de 2007

ALTERNO. Capítulo 3: Polvo al polvo.

1992.

En la micro, camino a mi casa, digería el asado mientras miraba el paisaje cambiar cuadra por cuadra, de casas bonitas a casas mediocres, de gente linda a gente desechable. De pronto, un irritable pitido me sacó de mi trance. Observé con cautela a los demás pasajeros, alienado por las constantes advertencias del Inspector Vallejos, y saqué levemente mi celular. Vi que un nuevo mensaje se asomaba. Lo abrí con excitación, esperando ver el nombre de Sofía al final.

Aún no pierdo la fe. Llámame. Saludos, ...

“Julia”. Mi primera jefa. Mi primera amante.
Bueno, en rigor, no lo era. Varios años antes de que ella ejerciera de directora de arte de una revista de arquitectura y yo llegara como alumno en práctica de Diseño a su oficina; la vida me había dado una sinopsis de lo que era el sexo. 1 minuto de besos atolondrados y espolonazos sin dirección, chupones de teta y eyaculación precoz; todo bajo el telón del maizal de Don Pepe. Una experiencia que hubiera agradecido si mi co-protagonista, la maraca del pueblo, no se hubiera burlado de mi pene y mi desplante. Aunque ese es otro rollo.
Retomando el tema, y releyendo el mensaje acompañado de un vodka naranja; me debatí entre llamar y no llamar a quién, varios años atrás, ocupó un lugar privilegiado en mi vida y que, luego, desapareció de una forma, por decirlo suavemente, perra. Pasó un rato y me decidí. En realidad, hace rato ya tenía la decisión tomada.

-¿Así que aún no pierdes la fe?
-Llamaste.
-Sí. Estaba aburrido y...
-¿Aburrido? Creo que la palabra correcta es “soltero”.
-Parece que las noticias circulan rápido por Santiago.
-No tanto. Me enteré por una fuente bastante cercana. Incluso, directa. Sofía se tomó unas fotos para la revista esta semana. Simpática la lola, te diré.
-¿Cómo estaba? -pregunté, como tirado por un reflejo.
-Bastante bien -respondió Julia, con todo el sarcasmo del caso-. El amor le hace bien a cualquiera. Y más si es con alguien de la farándula.

“Maricona”, pensé. Pero seguí la conversación, acabé mi copete, fui a su casa y me acosté con ella. Estaba tan acumulado que incluso llegué a la segunda, lo que no dejaba de ser un récord personal (para ser Domingo, después de una parrillada).
Las semanas posteriores trajeron consigo varias vueltas más por la casa de la ex jefa; vueltas que, como dice el dicho, dejan. Dejan cansado, deshidratado, apagado y bastante relajado. De Sofía, ni hablar. Tanto polvo la dejó oculta bajo una capa de tierra que, ya a esas alturas, poco valía la pena sacudir. Mucho menos después de la portada de LUN, que un día cualquiera dejó en evidencia lo que todos me habían dicho, pero yo no había querido creer: la mina andaba con un futbolista. “Qué más se puede esperar de una modelo”, me dijo Julia, sofocándome con el cigarro post-coito. Yo sólo asentí. “De ti se puede esperar mucho menos”, pensé. 15 minutos después, me la culeé de nuevo.

martes, 29 de mayo de 2007

ALTERNO. Capítulo 2: Retomando mi vida.

A mediados de Junio cumplí mi primer mes de soltería en dos años, congelándome en un departamento devastado por la ausencia de mi ex (y su DVD, su equipo y su suscripción a VTR). Derrotado y solo, aburrido y muy caliente, sucumbí al Kike Morandé y a toda la pudrición del trasnoche de la televisión abierta, hasta que en un zaping me encontré con las tetas de Katina Huberman y mi nuevo placer culpable: “Los Treinta”.
Noche tras noche, incluso algunos fines de semana, me deleitaba con las deidades de la crème de la crème en lo que a atributos físicos y falta de pudor se trataba, culeando sin tregua en horario prime, en el canal de todos los chilenos. Triste, quizás; pero era lo mejor que encontré para paliar la falta de mina y llenar de manchas las sábanas impecables que compré para reemplazar las antiguas, impregnadas del olor de Sofía y los recuerdos de tiempos mejores que evocaba en mí.
Un día, en uno de los ya institucionalizados happy hours en Suecia, confesé ante mis dos grandes amigos lo que consumía mis noches y gran parte de mis secreciones seminales. Ambos se miraron con esa pausa que precede a un hueveo de magnitud insospechada, y me subieron al columpio para no bajarme hasta que las piscolas se calentaron en sus manos. Fue ahí cuando, dándole un pequeño descanso a sus faringes raspadas de risa, y sin más anestesia mediante que el contenido alcohólico en sus venas; abrieron sus corazones a modo de clóset, y al unísono admitieron que también eran parte de la moda treintañera. Eso y que, aunque no disfrutaban de la nariz de Katina, tan voluptuosa como sus curvas; admiraban y le rendían culto a ese culo que le daba sentido a la trama de tan mediocre producción televisiva.
Ya en el segundo pitcher, pude vislumbrar que la conversación no dejaría de girar en torno a la mentada serie, así que, entre animado y resignado, le seguí el ritmo a la cosa y me dejé llevar por los insondables caminos del sinsentido.

-...me encanta el personaje de Pancho Melo. Le veo futuro a ese hueón -arriesgó Roberto, empinándose un shop recién salido del pitcher para tres.
-Yo no, pero puta que envidio el desfile de minas que ha pasado por su cama -sentencié.
-¿Lo envidiai? Pero si tú estai soltero, maricón. ¿Por qué chucha no hacís lo mismo? -atacó Javier. Me quedé callado y me escondí en el vaso. Tocó una fibra delicada.

Recordé a Sofía. Si algo nos sobró fue buen sexo. En todo el tiempo que estuvimos juntos, fue lo único que siempre anduvo bien, y si la cagué con mi ex jefa fue porque... en realidad, no sé porqué. Sólo lo hice. Mis únicas infidelidades fueron con ella, y ahora que estaba solo de nuevo, ni la falta de sexo me daba las agallas para volver a intentar algo con una de ellas, ni con alguna otra. Tenía a las dos mujeres tatuadas prácticamente en mi cama, y, más que nada, en mi cabeza y mi entrepierna.

Cachando que la había cagado, mi amigo, ayudado por nuestro otro compadre, salió al paso volteando la cháchara hacia la otra característica primordial de la teleserie antes comentada: el revival de los ochentas; tema que les dio para darme una lata de la que sólo me salvó el fin del happy hour. Porque si a la mayoría de la gente de mi generación el sólo rozar la temática ochentera los hace entrar en una especie de éxtasis memorabílico, a mí me hace sentir como un mocoso de 20 que se enteró de lo que fue la Dictadura estudiando historia de Chile en el colegio. Lo malo de esto es que no dista mucho de la verdad.

Mientras nuestro país vivía horrores y riquezas, hubo gente que casi ni se enteró. Gente como yo y mis viejos, escondidos (sin siquiera saberlo) del Pinocho y sus esbirros, viviendo en un pueblo que parece que nunca se había agregado en los mapas y que creo, nunca tuvo nombre. Este pueblo, botado en algún rincón de la Octava Región, fue mi hogar durante toda mi niñez y adolescencia.
Mi viejo, un alcohólico arrepentido y entusiasta miembro de la Iglesia Evangélica, estaba convencido de que la ciudad, fuese cual fuese, era el peor centro de corrupción que existía, por lo que, durante mis primeros años, procuró mantenerme alejado de ella. A cambio, me entregó la mejor educación que el negocio familiar de los huevos puede dar, complementada un poco por las enseñanzas de la Biblia y la escuelita rural más cercana. De tele, radio y demases, nunca supe. Los lindos cerros que rodeaban las inmediaciones del pueblo nunca permitieron que alguna señal llegara hasta allí, y mi papá no estaba muy preocupado por eso. Es más, se podría decir que hasta se alegraba. Los medios también corrompían.
Mi mamá, pese a ser más bien nula en jerarquía e iniciativa dentro de nuestro hogar, me dio mucho cariño y se esforzó en demostrarme que, pese a que mi viejo y sus reglas eran bastante estrictos, en el fondo todo era una muestra de su amor por nosotros; cuento que no me tragué hasta que cayó enferma. Corría 1990 y el país, nuevamente, había cambiado. Mi papá, también. Desesperado por la enfermedad de mi vieja, que los doctores de la zona no podían curar, tomó la decisión más radical que había tomado desde que yo tenía uso de razón: llevarse a mi mamá a la capital. Desde ese momento, nuestra vida sí que cambió.
Pasaron tres semanas eternas. Hice mi mejor esfuerzo, pero la ausencia de mi papá en el negocio se notaba. Solo, se me fue yendo a pique hasta casi la ruina absoluta. Lo único que me mantenía firme era la esperanza de que mi viejo volvería pronto, con mi mamá completamente recuperada. Pero eso no ocurrió. Un día, de la nada, apareció un auto negro que se veía bastante lujoso en comparación con las camionetas ordinarias que estaba acostumbrado a ver. De éste, se bajó mi papá, solo. Me temí lo peor.

-¿Y mi mamá? -pregunté, casi a punto de largarme a llorar.
-No te peocupis, Ñato -me dijo mi viejo-. Anda a la casa y ayúdame a armar las maletas. Nos vamos a Santiago...

Cuando volví a mi departamento del Parque Forestal, y después de ver “Los Treinta” medio cocido, me puse a revisar algunas fotos de aquellos años. La más antigua era una que nos sacamos frente a la casona del abuelo Carlos, parte de la cuantiosa herencia que le dejó a mi papá después de 30 años de abandono y que él se había negado a recibir por orgullo. Pero la necesidad pudo más que viejos rencores, y la capital más que el campo. Mi vida se armó de nuevo aquí. Mi vida...

-¿Aló, quién es? -pregunté, sabiendo quién estaba del otro lado de la línea.
-Hola... -la voz de Sofía sonaba un poco preocupada-. Me gustaría que nos juntáramos a hablar. En buena.
-Oye, si yo estoy todo el rato en buena -respondí, sin poder evitar un cierto sarcasmo en mi voz-. Los dos somos adultos, podemos conversar como gente civilizada, creo. Aunque, en realidad, no sé de que podríamos hablar. Creo que ya está todo dicho. Supongo que por eso no he sabido nada de ti desde que te fuiste.
-No empecis, por fa... -dijo, con ese tono que dificultaba cualquier discusión con ella.
-Bueno, ya. Juntémonos.

Desde que colgué hasta que salí de la pega al otro día, no pude dejar de preguntarme qué significó esa llamada a las 12 de la noche. ¿Qué quería decirme? ¿Existía algo tan importante para no poder decírmelo por teléfono? Tal vez sí. Había un tema que me tenía preocupado, que me persiguió durante toda la espera a la cita, y que me atacó más fuerte mientras caminaba las tres cuadras que separaban mi oficina en Santa Magdalena del café del Drugstore.
Al verla sentada ahí, tan linda, con un nuevo look y aparentemente más rellenita, mis sospechas parecieron confirmarse. Aún así, traté de mostrarme tranquilo. Quizás no sería tan grave. Plata no me faltaba, ni mucho menos a ella. Podríamos afrontarlo. Además, por cursi que suene, la idea no me parecía nada de mal. Podía ser mi boleto de vuelta a su vida; al buen sexo y la buena compañía. Y la familia feliz. Y la casa, el perro mamón y todo lo demás.

-Hola -me saludo al verme llegar. Su mirada era dura, como cuando le conté todo el día del fin. Como no se paró ni hizo siquiera un ademán de movimiento, me detuve a medio camino del beso en la mejilla y me senté frente suyo. Entonces, ataqué de una.
-¿Estás embarazada?

Me miró como si hubiera dicho que su mamá se hizo un lifting en el culo (que, en realidad, era el único lugar en que no se lo había hecho). Después, revolvió el café que tenía en su puesto y dijo: “-¿Eris huevón o qué? ¿Creís que las pastillitas que me tomaba eran candys? No, no estoy embarazada.”
Respiré hondo y suspiré. Una sensación rara de pena y alivio recorrió mi cuerpo.

-Entonces, ¿qué querías hablar conmigo?
-¿Quieres un café o algo? -preguntó, evasiva.
-No, sólo quiero saber...
-Bien. Ya veo que, como siempre, te estai pasando mil rollos por segundo. Te voy a decir altiro mejor. Estoy saliendo con alguien.

¡BANG!

Un balazo. Eso fue lo que me dio Sofía con esa revelación. De pronto, en menos de tres minutos, había perdido a mi hijo y la posibilidad de volver con su madre; que, estando con otro, se daría cuenta de que yo era una mierda que no valía la pena. Me arrepentí de no haber aceptado ese café, aunque me hubiera ayudado mucho más una botella de vodka. Inyectada a la vena, por supuesto.

jueves, 17 de mayo de 2007

ALTERNO. Capítulo 1: Primer quiebre.

Me dí cuenta al estrellar mi vista con aquel huevón, un narigón flacuchento que se desplazaba etílicamente entre la gente que repletaba el lugar, que estaba bailando sobre el “cubo”. Yo, un profesional joven exitoso C2, cual go-go dancer, bailando Duran Duran, embutido en mi gabardina de 50 lucas, acompañado por maricones y viejas de mierda; meneándome sobre una enclenque estructura de madera. “Patético”, parecían gritar esos ojos punzantes y vidriosos clavados en mí.
¿Cómo chucha había terminado arriba del cubo? ¿Cómo? Me bajé de ahí lo más rápido que pude, agobiado por esta pregunta y el miedo a encontrar su respuesta. Luego, una piscola más fuerte me catapultó de vuelta a la pista de baile y todo quedó en nada, diluido entre el alcohol y el ritmo del especial de Depeche.
Treinta minutos después, me encontré. Cansado, sudado, curado, muerto. El espejo no mentía. Era yo: viejo, ido; perdido en el baño de la Blondie. Una vez más. Quizás la última, si es que mi corazón decidía darme otra sorpresa. Tantas cosas. Tantas putas cosas que pensar, decir, hacer. 32 años sin hacerlas. 32 años y allá de nuevo, en el baño de la Blondie, pegado mirándome en el espejo, con el pelo recién mojado en un arrebato por tratar de mejorar mi facha, hacerme deseable, como un pendejo. Un pendejo culiao’ buscando mina. “Tal vez otra piscola”, pensé. Busqué en mi bolsillo. Dos lucas.
En el taxi pensé que tuve que haber sido más aperrado y haberme comprado ese último copete. Cuando más joven no me hubiera importado mucho quedarme sin plata. Sumado a las condiciones en las que me encontraba, cuando más joven sí que no me hubiera importado. Autodestrucción total. Pero tenía que trabajar el Lunes.

Caminé rápido las tres cuadras que las lucas no cubrieron, subí los cuatro pisos que me separaban de mi departamento y, tras varios intentos, logré enchufar la llave en su sitio para poder entrar. No prendí la luz, error que me llevó a tropezar intermitentemente hasta llegar al baño.
Me senté a cagar. Me lavé los dientes. Vomité un poco. Me los lavé de nuevo.
Trastabillando, entré a mi pieza. Estaba tan oscura. Ideal para tirarse a la cama y morir. Eso fue lo que hice, sólo que un detalle faltó.

-¡Mierda! -grité, cagado de susto al sentir un bulto sobre mi lecho.

Se prendió la luz. Era ella.

-Disculpa, no sabía que estabas aquí todavía -le dije.
-No te preocupis -contestó, bostezando como si nada-. Es mi culpa por no haberme ido hoy como dije.

Sofía, mi querida Sofía. Linda, preciosa, diosa del Olimpo. Era ella en mi cama, pero no era ella a la vez. Ya no desde hacía unas horas. Verla con pijama lo corroboraba. Solíamos dormir en pelota.
Así que me acosté en el sillón. Hacía más frío que la mierda, y yo congelándome en el living, sin poder dormir. Supongo que Sofía tampoco durmió. Qué desperdicio de una buena cama y órganos sexuales completamente funcionales.
En la mañana, el sol pegando fuerte sobre mi cara, vi que ya estaba todo dicho. Las huevadas con las que había tropezado en la noche eran sus maletas. Se iba. Con ella, también partirían mis sueños de una familia feliz all inclusive (dos hijos rubios, casa blanca de madera, auto familiar y perro mamón). No podía dejar que eso pasara. De pronto, la luz: debía evitar que se fuera. Está bien, fui un pastel, y me merecía lo que me estaba pasando. Pero, ¿cómo no aferrarme a ella? No podía quedarme de brazos cruzados.
Entré a la pieza. La puerta entrecerrada del baño me dijo dónde estaba.

-¿Puedo entrar? -pregunté, sintiendo que era estúpido pedir permiso si pensaba en todas las veces que la había visto desnuda. Pero me dijo que no.

Esperé unos minutos afuera del baño. Me sentaba, me paraba, daba vueltas en círculos y me volvía a sentar. Una sensación odiosa no soltaba mi estómago. Mientras, en mi cabeza trataba de unir las palabras perfectas para lograr la reconciliación. Entonces, en medio de mis cavilaciones, la puerta se abrió y apareció ella, secándose el pelo holgadamente con una toalla de mano. Por un par de segundos se me olvidó todo lo que había logrado sacar en limpio. Cuando pude recordar, sus ojos hermosos y delatoramente húmedos, me hicieron perder la batalla sin siquiera lucharla. Debía irse. Es más, debía agradecerle a Dios el que no se haya ido antes. Nunca la merecí y, aunque ahora todavía me duela decirlo, ella tampoco se merecía a un imbécil como yo.

Deseé tener un auto para poder ir a dejarla a la casa de sus viejos y alargar así por algunos minutos (o varios, si es que el taco nos pillaba); la despedida. Lamentablemente, me tuve que conformar con hacerme una hernia bajando sus maletas a la calle y llamar al radiotaxi que vino por ella un rato después. Luego, ese puto “chao” que me dolió hasta el alma, y el auto que se alejaba con esa mujer que me dio tantas cosas que ignoré cuando las tuve.
De vuelta en el departamento, lloré hasta que oscureció. Sentía que no la volvería a ver. No tanto porque ella no quisiera hacerlo, si no porque sabía que no podría mirarla a los ojos sin recordar las mariconadas que le hice. Por eso, prefería olvidarla.

El Jueves, el primer happy hour después de la ruptura, parecía un funeral. Lo irónico es que yo era el único que, al menos, intentaba fingir que todo estaba bien, que no me dolió terminar con la mina que me acompañó por dos años y fracción. Pero ahí estaban mis amigos con cara de pico, incitándome al bajoneo.

-Hueón, sabemos que estai pasándola como el hoyo. No finjai -soltó Roberto, siendo el primero en ir directo al grano.
-¿Fingir? Para nada. Ya era hora de que cada uno tomara su rumbo.
-¿Pero tú la amabai o no? -preguntó Javier.

Medité. Quizás nunca la amé. Me gustaba, me calentaba, me encantaba estar con ella... pero eso no evitó que la cagara con mi ex jefa. Una y varias veces.

-Creo que no -contesté al fin. Terminé mi Tom Collins de un trago y pedí otro. Sabía que la conversación se alargaría demasiado por mi respuesta.

En efecto, un par de horas y varios tragos después, pasamos por la risa, el llanto y todos los estados intermedios. Qué par de huevones más jodidos para acompañarlo en el dolor a uno. Imposible no quererlos.
Cerca de las 12, llegó el fin de la velada. Mis amigos se pararon y caminaron a la puerta, mientras yo esperaba que la mesera rica volviera con el vuelto. Entonces, miré hacia afuera y la vi. Bueno, su foto. Sofía, más hermosa que nunca, pegada en el costado de una micro, promocionando una marca de ropa. “Se ganó la campaña”, pensé. Todo parecía prever que no desaparecería muy fácilmente de mi vida.

miércoles, 16 de mayo de 2007

ALTERNO PREVIEW.

Lo prometido es deuda. ALTERNO nació basado un poco (sólo un poco) en mi primera serie de relatos (o columna, como le digo) llamada ALTERNOgay, que hablaba de un "pendejo" de 22 años que no sabía nada de la vida, pero sí de música inglesa y de superficialidad britpop. En el mismo trasfondo, un personaje muy parecido al primero, pero con 10 años más encima, deambula por Santiago y por su existencia sin saber qué hacer de su vida, acyendouna y otra vez en las redes de la misma mujer. Es un ejercicio de ficción mucho más complicado que el primero, por lo que lo publico, también, antes que lo otro. Ojalá les guste.

martes, 27 de marzo de 2007

Rodéame, gordo.

Se celebra en estas fechas la gran fiesta de la infamia nacional: el 59º Campeonato de Rodeo. Centenares de patriotas se agolpan en la medialuna de Rancagua, ansiosos por que comience el show. Fieles exponentes del macho chilensis promedio del lugar se destacan entre cabezas canosas cubiertas por chupallas de 100 lucas. Por ahí anda el Kike Morandé (“Francisco Javier Morandé Peñafiel”, como le saludan sus compañeros de banca); y más allá camina con prestancia hacia su caballo el ex presidente de Copec, don Felipe Lamarca.

Aunque se vislumbra uno que otro huaso de tripas fermentadas de vino barato y pobreza en el semblante de poco más de 30 puntos de CI; la mayoría de los concurrentes al evento destilan poder y dinero en sus movimientos, actitudes y apariencias. Las panzas whiskeras, la cicatriz del bypass bajo el cuello rojo al aire, las botas típicas importadas de Italia, el vozarrón cigarrero en una risa nauseabunda. Los ojos fijos en las promotoras de Cristal (cerveza que promueve bandas pencas, partidos violentos y maltrato animal), el pantalón apretado, el pene por siempre fláccido. Sí, ellos son los del 5 % más rico del país y no temen enseñárselo al mundo. Ésta es su fiesta; aquéllos, sus amigos. Están en familia, y éste es su circo.

Sueltan al novillo; expectación en el ambiente. El animal, indefenso e ignorante de lo que le espera, se muestra tranquilo. El placer de verlo así logra que más de alguien en las tribunas evoque vivencias zoófilas de antaño en el fundo, y casi logre levantar el miembro. Casi.

Aparecen los valientes jinetes. Son dos, montados en sus caballos trabajosamente peinados, de crin reluciente y andar majestuoso. Se oyen varios aplausos, algunas reverencias. Una que otra mirada fugaz empresario-jinete, a lo Brokeback Mountain. Y empieza la función. Los caballos son azotados y/o clavados con espuelas afiladas, empujados como marionetas infernales hacia el tierno novillo, que instintivamente comienza a rechazar las embestidas de las víctimas-victimarios.

Finalmente, tras varios minutos de una persecución implacable, la cría vacuna es golpeada contra la madera de la medialuna. La frustración de los jinetes se venga con gracia, a juicio de quienes los observan. Una y otra vez el animal choca contra las tablas; una y otra vez las risas y aplausos del público retumban en sus oídos que comienzan a sangrar por los traumas internos producto de los golpes. Entonces, lo dejan ir. Confundido, herido, queda a medio metro de la pared que tantas veces estrelló en tan poco tiempo. Se queda inmóvil.

El jolgorio es acallado por la excitación de todos los presentes. Miles de almas negras neoliberales penden de un hilo. Es ahí cuando el presidente de la Federación de Rodeo Chileno, Vicente Caruz Middleton, hace su entrada magistral. El poncho, el sombrero, el atuendo de dueño de fundo que tan elegantemente viste; desvían las miradas del sangrante novillo, y le dan a la escena una atmósfera que recuerda las Olimpiadas de los años 30 en Alemania (por alguna extraña razón). Entonces, ocurre.

Gonzalo Vial Concha (de su madre, seguro), precedido de una leve inclinación de cabeza que su padre, Gonzalo Vial Vial, dueño de Agrosuper, le hace desde las tribunas; clava los muslos de su caballo por vez final. Su pareja (en el amplio sentido de la palabra, quizás), Francisco Lamarca, hace lo mismo por su lado. Las vísceras del novillo estallan bajo la presión y las astillas de sus costillas rotas contra las tablas. Los caballos, una vez más, han cumplido la misión que sus dueños, sedientos de sangre y hombría, les han obligado a cumplir.

Pese a las serias heridas que presenta el novillo, su cuerpo no cae. Poseído de una fiereza y valor que no tiene ninguno de los hijos de puta que rebalsan las tribunas de aquella medialuna; retorna orgulloso a su corral. No les dará el gusto de verlo morir, aunque también le gustaría no darles el gusto de comerse sus gónadas en el asado final.

Guardado el agonizante animal, el espectáculo ha finalizado.

El rodeo chileno, patética adaptación de la costumbre española, y triste plagio de la gringa; es una tradición nacional que nos muestra lo imbécil de nuestra cultura y nuestra gente. Siempre se llama a rescatar las tradiciones de nuestra mierda de pueblo, pero particularmente ésta, no muere ni muestra señales de alguna vez desaparecer. ¿Se han preguntado por qué?

Sin más... “rodeos”, les voy a decir porqué: porque mueve plata, y los que en este país la tienen y la mueven por nosotros (pero no para nosotros), son las que la manejan aquí. La razón en particular de eso, bueno, no la sé con certeza. El placer o la cara de raja patológicos para llamar “un deporte sano” o “una tradición noble” a esta infame y arrogante muestra del poder de nuestra aristocracia, me parece más digno de análisis de un siquiatra que de mi moral y mi lógico raciocinio.

En fin, la cosa es simple. Sé que la mayoría de quiénes reaccionan ante estas líneas son de derecha dura (no intelectual, sólo dura, de cerebro tullido); pero para los que piensan, sienten y se resisten ante el abuso de poder de cualquier tipo, llamo a boicotear esta mierda de tradición-deporte-onanismo-perverso. No es posible que en una sociedad que se llame avanzada, con miras al Primer Mundo, se siga fomentando y auspiciando una costumbre inhumana, sádica e irracional. ¿Acaso no basta con soportar que sólo los ricos tengan justicia, privilegios y buena vida? ¿No es suficiente explotar a los pobres animales de consumo humano, sino que, además, hay que torturarlos? ¡Pico con eso! Los conquistadores torturaron a los indios, los criollos a los esclavos, los patrones a los campesinos, los empresarios a sus trabajadores, los milicos a pobres hueones que no tenían nada que ver con los que se mandaron las cagadas en la UP; y los fachos conchas de sus madres aspirantes a dueños de fundo a pobres novillos y caballos.

¿Esa tradición queremos dejar en nuestro país? Si hasta hoy ellos han sido los impunes victimarios, ¿qué nos hace pensar que, si se les para la raja, los próximos no serán ustedes o sus hijos?

¡No a Agrosuper, no a Cristal (CCU, lámeme el vergasio), no a la Federación de Rodeo Chileno, y a quemar la puta medialuna de tres millones de dólares de Rancagua!

Amén, culiaos.


Nota: todos los personajes, cargos y datos son reales.
Nota 1: actualicé esta columna al 2007, originalmente publicada el 2006 en kultura.cl

lunes, 26 de marzo de 2007

Rodeo en Chilevisión.


Quiero usar este medio para mostrar mi absoluto desacuerdo con la exhibición del torneo de rodeo en Chilevisión. Desde siempre me sentí privilegiado por haber nacido en este país; vivir en una nación donde no había guerrillas, narcotráfico a destajo, terroristas, corrupción a raudales y un montón de otros males que aquejan al resto de la región y al mundo. Sin embargo, adolecemos de grave un problema, el maltrato animal; que deja bien en claro que el “desarrollo” que ostentamos ante los demás, no es sino sólo una palabra que hincha pechos, pero no corazones.
Que el flaite de la esquina se sienta bacán porque su pitbull ha matado a cinco quiltros en la última semana, o que el dueño del purasangre se vanaglorie del trofeo que uno de sus jinetes ganó reventándole las entrañas contra la pared a un novillo; son distintas caras de un problema transversal a nuestra débil cultura para con los animales.
A los niños se les enseña que comerse los vegetales en su plato hace bien, pero se les recompensa todo lo bueno que hacen con una “cajita feliz” o un combo, y vamos tirando más vacas y cerdos al matadero parea hacer hamburguesas, continuando la cadena de “producción animal” que manejan grandes holdings, que deforestan hectáreas completas de bosques nativos y contaminan millones de litros de agua potable para criar y matar ganado como si estuvieran haciendo galletitas. Todo para seguir alimentando una población cada vez más obesa y enferma, que suda colesterol mientras devora el asado de cada fin de semana. Y el caballo en la feria lleno de cicatrices acarreando un carro, y el león del circo rasca sin dientes ni garras se orina de miedo ante un público de niños que creen que eso es divertido, y en la tele un montón de empresarios con sombrero y poncho caros aplauden cada vez que las costillas de un animal impactan contra una pared de madera... y nadie haciendo nada por evitarlo. Es más, un canal estatal cubre el evento en horario familiar y lo anuncia con bombos y platillos, “la fiesta del deporte”. Qué bueno que no sea el deporte blanco. Así no se le notan las manchas de sangre.

Ésta es una carta que acabo de mandar a los diarios. Ojalá alguno la publique, aunque lo más probable es que no lo hagan. La infamia genera plata. Igual me gustó esto de tirarme contra los hijos de puta estos fachos patrones de fundo y la manga mono-neuronal de mi patria. Es que no puedo creer que algo tan brutal e innecesario sea considerado tradición y, más aún, “deporte”. Bueno, entonces Chilevisión después va a transmitir golpizas a travestis y vagabundos por “equipos” de neonazis, ya que ese va a ser el nuevo deporte de shilenos para shilenos. Es que el mongolismo patrio no tiene límites…

lunes, 12 de marzo de 2007

Transfracaso.


Lo que más me dolía de toda la reforma del transporte público de nuestra ciudad era, más que nada, el no poder viajar por la módica suma de 200 pesos de un lado a otro sin problemas. Pero, sinceramente, sentía que era una gran obra que beneficiaría a todos quienes eran insultados, asaltados, abochornados y muchos “ados” negativos, en las putas amarillas. Sí, me gustaba el cambio, el cómo sonaba eso de los 90 minutos para hacer hasta 3 trasbordos gratis, y Bam Bam hablando con el viejo turnio que le preguntaba “Iván, ¿y cómo llego ahora a la pega?” y todo lo demás. Si uno ahora podía ir al centro, pagar una cuenta y volver a la casa sólo por $380... ¡y legalmente! Qué cosa más bonita, Señor...
Pero no.
Que quede claro, en todo caso, que no le voy a echar toda la culpa a la Concertación. No, si eso es de gil. Es una huevada de ser chileno y vivir en Chile. ¿Cuándo va a resultar algo en este país? La incultura, el mongolismo y la falta de respeto a todo y todos crónica, es endémica. Cómo no iba a serlo, si por nuestra sangre corren los peores genes. Somos hijos de españoles de la peor calaña, de esos que por su hedor y/o malas costumbres los metieron en un barco y de una patada en la raja los mandaron a América a hueviar. Y, por otro lado, de mapuches. Mejor dicho, de mujeres mapuches violadas hasta el cansancio porque sus hombres no las pudieron defender. Osea, de mapuches cagones, porque los mapuches a fierro, esos que pelearon hasta morir, nunca se mezclaron, y su descendencia sigue pura y bien viva en el sur. Y más encima hay “neonazis” chilenos. ¿Raza aria? Querrán decir raza agria, los pelados imbéciles.
Igual, mi idea no era molestar por molestar, sino que la cosa es bien seria. ¿Hasta cuándo chucha se limpian el hoyo con la gente, los conchas de su madre? Que “comparte tu Metro cuadrado”, que “levántate un poco más temprano”, que Iván levanta el pulgar y sonríe con risa que parece que le armaron en Photoshop... ¡Qué culia’os más grandes! No hay micros, hueón. Está bien, descongestionaron Santiago, el aire está mucho más limpio y casi no hay ruido en las grandes Alamedas, eso no se los discuto. Pero anda a subirte a una micro en la hora punta, en un troncal. Y a ver si te podis bajar después. Es una odisea viajar en esta cagada de ciudad. Comparan el Metro con el de Tokio, y las micros con las de las grandes capitales europeas... si estuviera allá, no me importaría, pero esto es Santiago. Vivir con eso ya es una mierda, y salen con esta locomoción que es peor que todos los atentados terroristas juntos. Un atentado, más encima, por el que tenis que pagar. Y la Bachelet, el maricón de Lagos y el corrupto de Navarrete (el pololo de Marinakis) lucrando a destajo, conducidos por choferes y custodiados por guardaespaldas, ajenos a las largas esperas en los paraderos, a los manoseos y cartereos en “micros” llenas, y a la moda que se impone en las calles cualquier día de la semana: quedar tirado de las 8 de la tarde en adelante.

P.D.: en serio, chiquillos, ya salió fome el chiste. ¿Cuándo empieza el Transantiago? Digo, el de verdad, ese que nos prometieron. ¿Cuándo, ah?P.D. 1: Hijos de la gran puta, una hora esperando la 406, 407 y 402 en San Pablo a las 1 de la tarde viernes. Y a la misma hora la 105 en Gral. Velásquez. ¿Qué chucha?P.D. 2: Hablan de “manoseos” en el Metro los muy hueones. Yo viaje en Metro a las 6 de la tarde y es imposible no puntear ni ser punteado-manoseado-“teteado”-y-sobaqueado si compartis tus cagones centímetros cuadrados de espacio con otros 8 giles, ¿no les parece?


jueves, 11 de enero de 2007

Transantiago: la moda de la infamia llegó al transporte.


No voté por Lagos, ni por Frei, ni menos por Aylwin. Pa’ que hablar del Ceniza. Y, aún así, he venido pagando la recagada de nacer en este país de mierda güitreado al final de un continente peor, dominado por una clase política corrupta, cara de raja y maricona.
La política del “cagar, cagar, salir a legislar” que se ha impuesto en esta basura transnacionalizada, parodia de país tercermundista, que llamamos Chile; es pan de cada día y la podemos ver en todos los aspectos de esta, dicho sea de paso, bosta de sociedad: proyectos de intereses económicos que pisotean patrimonio cultural y ecológico (construcciones en Valparaíso, mineras privadas y estatales en el Norte, centrales hidroeléctricas en el Sur y, escandalosamente, Pascua Lama); judiciales (reforma de la Justicia... ¿qué justicia, hueón?); económicas (pico en el ojo con los excedentes del cobre, movilidad social irrisoria, elites que se llevan el mejor pedazo de la torta); y de orden cultural (¿existe la cultura en Chile?... la cultura del “cagaste te mandó saludos”).
No conformes con todo este chorreo de heces que nos hacen vivir a diario, más encima a estos hijos de puta se les ocurrió la idea que sería el acabose en vías del Bicentenario: el Transantiago; modernización del transporte urbano que promete y promete, y que ya para este 10 de Febrero nos la va a meter sin la más mínima lubricación. Porque a nuestro ultra aprobado Pelado Lagos no le bastó con darle pega en el gobierno hasta al viejo que le lustraba los zapatos a su tío en tercer grado, ni con reírse en la cara de la única jueza que intentó frenar un poco a su patuda familia y coalición política. No, a este concha de su madre se le vino la genial idea a la cabeza de “mejorar las micros” (seguramente mientras se rascaba el intestino grueso por dentro con su archiconocido dedito). Pero no era cualquier mejora. Era de esas mejoras que más le gustan a él y a toda la manga de garrapatas encaramadas en los hemorroides de la política chilena; un proyecto con hartas infografías en 3D y gráficos y el Bambam y toda esa basura que por debajo esconde a multinacionales dispuestas a todo con tal de dejarnos sin un solo peso.
Voté por la Piggy culia’ porque con Hirsch no ganamos ni el “siga participando”. Tuve la esperanza de que en algún momento esta huevada se iba a desinflar como tantas otras cosas ya lo han hecho en su minuto (puente para Chiloé, reforma de la Salud, etc.), pero veo que ni la ineficiencia de la “Gordis” ha truncado un proyecto sostenido sobre millones de dólares que empresarios con acentos indefinibles van a estrujar multiplicados por mil de nuestros bolsillos.
No queda más que despedirse de nuestras amarillas, en las que un chofer gruñón nos puteaba por usar el pase escolar, pero otro día nos salvaba llevándonos por $200 de vuelta de un carrete. No más micros con olor a vómito y ventanas abiertas en invierno y cerradas en verano. En las calles sólo veremos esas huevadas feas blancuzcas y más lentas que tortuga con Parkinson. Pagaremos con el ÚNICO medio de pago que habrá, unas tarjetitas de corta duración que deberemos reemplazar constantemente, desembolsando luca tras luca. Viejaremos en Metros y buses llenos hasta las ruedas, en los que no hay cortinas para tapar el sol, ni ventanas que se puedan abrir para que salga el olor a tufo de tumulto apretujado. Deberemos esperar horas en los paraderos para poder tratar de meternos en una de estas latas de sardinas. No veremos nunca a nuestra familia, porque vamos a tener que salir más temprano de la casa para no andar atrasados, y llegaremos a la hora del pico porque no podíamos venirnos. Ah, y lo mejor: vamos a tener que pagar más por esto.
Y en algún lugar del mundo, Lagos, la Chancha, el Bambam y una manga de empresaruchos brindarán, cuando den las 12 del 10 de Febrero y comience el Transantiago. Total, ellos tienen auto. Y, claro, mucha plata para la bencina. ¡Salud!

PD: ¿Un mimo encabeza la nueva campaña del Metro? Eso se llama abaratar costos en publicidad.