lunes, 20 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 5: Casorio.

Como suponía, encontré un sushi bar en un rincón de la carpa. Preferí hacerle el quite; los rugidos de mi estómago ante el salmón crudo y el arroz enrollado en algas no pronosticaban algo bueno. Seguí deambulando entre gente con sus tragos y conversaciones, con mi pucho al frente y mi copete como escudo. Necesitaba salir de ahí, pero a la vez me sentía obligado a quedarme. Sofía me había invitado personalmente a su fiesta de compromiso.
Me topé con dos senos pegados a Pamela Díaz, el bigote ordinario de Pato Laguna, varias argentinas oxigenadas de las que saturaban los medios, y un lote kuma de fubolistas que haría cruzar la calle hasta al más valiente. Entre ellos, irradiaba felicidad el pelado ordinario que las oficiaba de novio y anfitrión, y en una esquina, quién solía ser mi suegro, escondía su pre-infarto tras una sonrisa dura. Pensar que se espantaba porque yo era un “pobre diseñador”. La quiebra de una empresa cambia a cualquiera.
La música envasada se cortó súbitamente. Todos miraron al escenario armado para la ocasión, y aplaudieron a rabiar a los integrantes de la Sonora Palacios que ocuparon sus lugares y le dieron duro a la cumbia. ¡Qué baile, Señor mío! Y yo, sentado al lado de los canapés, siguiendo con atención a los futuros novios, trataba de robarle aunque fuera un intercambio de sonrisas a Sofía. Quería sentir, por último, que agradecía mi penoso acto de presencia. Así valdría la pena haber tomado dos micros y tragarme los comentarios (o escupitajos) a mis espaldas.
Mucho rato después, cuando el quinto plazo de 10 minutos que me propuse para irme estaba por expirar, súbitamente la novia me tomó del brazo y me llevó fuera de la carpa. Era prácticamente un bosque ahí afuera, por lo que pude percibir en la oscuridad de la noche. Y esa misma oscuridad fue todo lo que necesitamos. Cubiertos por árboles y ligutrinas, ella se subió la falda, yo bajé mis pantalones, y apoyados en un tronco con olor a meado añejo, tuvimos un rapidín ganador, como esos de aquellos tiempos... buenos tiempos.

-¿Qué fue eso? -me atreví a preguntar, mientras veía su silueta subirse las pantaletas. No respondió. Volvió adentro y me dejó cagándome de frío en las alturas de Manquehue.

Las inminentes Fiestas Patrias alborotaron el ambiente de la casa. Mis viejos tenían las rancheras evangélicas a todo chancho, todo el día. Nadie diría que no había espíritu dieciochero en la familia. Nadie que me hubiera visto curado en mi pieza de pendejo, o fumándome un caño en la ventana del altillo, o tirándome a Sofía. Repito: tirándome a Sofía.
Resultó que lo de la fiesta no fue una volada del momento. Era el inicio de una huevada compulsiva, y con el mismo toque de esa noche: sin palabras. Un mensaje al celular, salida del gimnasio, un rincón con algo de privacidad, y luego cada uno por su camino, hasta el próximo mensaje, siempre proveniente de ella. Un buen sistema. Sin presiones, más allá de que alguien nos sorprendiera, y sin compromiso. Aunque me hubiera gustado algo de lo segundo.
Su hora para el Civil quedó fijada para la primera semana de Octubre. Los encuentros furtivos se hicieron más frecuentes. Debía borrar constantemente los mensajes de mi Nokia “Picapiedra”, ya que ni él ni mis reservas espermáticas daban abasto para tanto mensaje y tantas escapadas; con unas cuecas entre medio.
Pasadas las empanadas, la chicha, el hachazo y las rancheras sobre el nivel de decibeles aceptables para mi oído, agarré el valor para enfrentarme a Sofía. Fue en un estacionamiento cerca del Parque Arauco, después de que ella anduvo de shopping con una “amiga”, que resultó tener barba y paquete (sorpresa que ya se han llevado algunos).

-¿Me podrías explicar qué es todo esto? -ni siquiera me miró, arreglándose el pelo frente al retrovisor-. ¿Podrías explicarme? ¿Podrías...
-¿Para qué? -sobresaltada. ¿No te gusta?
-No, no es eso... es raro.
-Pero rico.
-Sí, aunque preferiría una cama -me mira.
-Ahora quieres una cama. Después vas a querer un jacuzzi, o una playa caribeña. Han pasado más de dos meses y aún no sacas nada en limpio, hueón.
-¿Sacar en limpio qué?
-Que siempre querís algo más. Igual que cuando estábamos juntos. ¿No te bastó conmigo? -enojada-. ¿Tuviste que cagarme con esa vieja de mierda? -llanto.

Hubo un silencio. Secó sus lágrimas. Traté de pensar en algo que decir, pero no se me ocurrió nada. Siempre me pasaba cuando la veía llorar. Siempre me pasó con cualquier mina que lloró a mi lado. Y siempre quise algo más.

Tuvimos algunos encuentros después de eso. En el último, cuando ella se arreglaba la falda y yo subía mis pantalones, volvió a hablar. Al día siguiente, se casó. Yo, mirando el reloj del “Picapiedra” cada dos segundos, continuaba digiriendo sus palabras en el estómago de mi cabeza, al tiempo que imaginaba el lugar, los flashes y la farándula que la rodeaba en esos instantes, mientras el pelado y ella estampaban su firma en un librote. “Él me ama, yo lo quiero, nos vemos bien juntos y vamos a tener hijos bonitos. No hay nada más. Así es la vida, y tú nunca quisiste aceptarlo. Ahora, yo acabo de hacerlo”.
Eso sería. No más follones a deshora, no más mensajes en el celular. No más Sofía. Y no más cesantía, gracias a algunas movidas de quién me ayudó a ser cesante en primer lugar: Julia. Irónicamente, gracias a ella me hice de un par de buenos pitutos como freelance en un suplemento de un diario y una revista de... trajes de novia. En fin, pagaban bien, las pegas eran relajadas y me ayudaron a dejar de pensar huevadas durante la mayor parte del día. O no tanto.

-¿Cómo te ha ido?
-Mmmm, ¿en qué sentido?
-La pega, obvio.
-Bien, sí, bien. Tranquilo. ¿Para eso llamabas?
-Sí, para eso. Saber cómo estabas...
-Julia, mira, te agradezco la paleteada. Me salvaste la vida con tus pitutos. Pero creo que es muy luego para...
-Relax. No pensaba hablar de nada más, si es lo que te complica.
-Ah...
-Me separé de Hugo en todo caso. Igual sería un tema interesante para conversar. Tal vez en otro momento.
-Chucha, disculpa; no sabía qué... bueno... ¿y por qué se separaron?
-Lo de siempre. Él quería un hijo...

Si habrá gente cagada en el mundo. Pero también hay personas que no lo están, como mi amigo Roberto. Y siempre es bueno que existan personas así. Los que estamos cagados podemos llegar a amargarles la vida de vez en cuando, como lo hice yo en su debido momento.
Nos juntamos un día después de su pega, en un café medio artístico-conceptual. Mi expresso se congeló mientras dejaba mi mierda salir e inundarle la cabeza. Le conté todo, desde que Sofía supo que la había cagado con Julia y se había ido del departamento, hasta mis últimas conversaciones con ambas. El hueón no cambió la cara; quizás una que otra mueca cuando pasaba la parte más escabrosa con Julia. Y nunca habló. Sólo miraba, bebía su capuccino y meditaba, hasta que terminé y le dí un par de sorbos a mi taza fría.
“Esta huea’ amerita un trago. Yo invito”, me dijo. Y nos fuimos a tomar un trago. “Tomar y hablar hueas tristes me deprime”, dijo, medio encañado. Y nos fuimos a una disco. “Esta huea’ está llena de maricones”, le dije. Y nos quedamos.

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