viernes, 21 de septiembre de 2007

ALTERNO. Capítulo 7: Padre e hija.

Por tres meses, después de perder a Julia el 98; nadé por la vida sumergido en piscolas, roncolas, vodkas, chelas, pitos y pastillas para dormir. Gastaba los días encerrado en mi pieza y recluido en mi cabeza, apartado en una isla-prisión rodeada de sangre que salía de mi corazón roto y cubría todo hasta donde yo podía ver, y lo único que quería ver, era ella. Entonces miraba a mi alrededor y sólo había una botella de algo a medio beber y un casssette de Radiohead esperando a ser rebobinado y oído por centésima vez. Era un hombre con pocas opciones.
En esos fulminantes días, no había un dolor definido al que yo pudiera aferrarme. Todo era sufrimiento y derrota, un constante “por qué te fuiste”, “dónde estás”, “qué hice”. Y sus últimas palabras retumbando como telón musical: “Créeme que te estoy haciendo un favor.” Un favor hubiera sido evitar que me intoxicara con las pepas y el whisky de mi viejo, no eso. No apartarse sin explicación, no dejar de contestar mis llamadas, renunciar a la revista, irse a Europa. Eso no fue un favor; fueron decenas de shocks eléctricos que terminaron por fundir mis neuronas y mis ganas de vivir.
Monse. Ese nombre sonaba diametralmente distinto a “Julia”. Monse sonaba a vida, juventud, posibilidades, sonrisas. Monse era, bueno, quizás la única mujer que se me había cruzado por delante en las últimas semanas; pero, aunque hubieran habido mil más, seguiría contando como la única. Monse.

-Es un buen lugar. Piola.
-¿En serio te gusta? -me pregunta, con unos ojos que reflejan las imágenes de una pantalla tras mío.
-Sí. Es como la Blondie. Claro, sin pista de baile.
-No pos, sin pista.
-Mmmm. Bueno, cuéntame algo de ti. Lo que sea -no puedo disimular que el silencio me carcome.
-Estudio Publicidad en un instituto por acá cerca. Me va bien igual, la carrera es...

Sus palabras en realidad no me importan. La música demasiado fuerte le da un eco especial a su voz; sus dientes un poco desviados le otorgan imperfección e inocencia al conjunto de su cara, que toda junta parece ser lo único que me rodea. Es hermosa y no puedo desearla, me encanta y apenas me calienta. Sólo tengo esa molesta sensación en la guata que la chela no enfría. La cagó. De verdad me gusta esta pendeja de mierda.

-¿Y tú? ¿Qué haces por la vida, aparte de vivir con tus viejos en una casa linda en Ñuñoa?
-Nada. Osea, lo típico. Soy diseñador. Pituteo pa’ distintas revistas y no me ha ido mal últimamente... eso.
-Ah... ¿Y pensai estudiar otra cosa, o, no sé, buscar otra pega?

¿Estudiar otra cosa? ¿Acaso soy un hueón de 21? Pues no. Hace más de 11 años dejé de serlo. Quizás en materia sentimental aún no llego ni a la veintena, pero en el resto... soy un viejo podrido y añejo. Pero eso sí lo puede enfriar la chela.
Ahora, mientras caminamos a la Alameda para tomar nuestras micros, me alegro de haber hecho esa llamada. “Podríamos salir uno de estos días”; “Mañana”; “Ya pos. ¿Dónde?”; “Al Snack Bar”. Y ahí estuvimos. Y de ahí venimos, riendo. Si mis amigos se enteraran... Por lo menos a uno lo tengo cubierto con su secreto. Al otro lo voy a hacer esperar. Quiero tomarme esto con calma. Tiene 22 y parece de trece. Yo, 32 y me han echado hasta 45. Somos un papá y su hija despidiéndose en el paradero de Cummings con la Alameda con un cariño sospechoso. Un par de señoras miran desde las ventanas de algunas micros un poco alarmadas. Mientras, mi mirada se pierde en esa 233 que se va con ella, pero sin mí.

Me duché antes de salir al asado dominguero en la casa de Javier. Me detuve a mirarme en el espejo, cosa que no pasaba muy seguido. Todavía ostentaba esa panza por la que tanto me hueviaba Sofía (adicta al gimnasio ella) y las tetillas peludas que Julia insistía en depilarme cada vez que mi período refractario se alargaba más de lo soportable. Pero había algo que no estaba ahí antes. Estaba erguido. Osea, bien parado, de masa colgante, pero postura impecable. Decadente, pero impecable. Chistoso. Ameritaba un pito con mi viejo.

-Me gustaría conocerla. Debe ser simpática.
-Sí, es increíble ella. Me tiene loco, y la conozco hace como una semana nomás...
-¿Sabes lo que es raro aquí?
-¿Tú y yo fumándonos un pito acá arriba?
-No, eso ya no es raro. Es rutina, como ir a misa o desayunar. Lo raro es cómo tú, mi hijo de treinta y tantos, me habla, recién ahora, de mujeres. Recién ahora, ¿te das cuenta?

Recordé a mi viejo; el perro, el Pinochet del Evangelio, que conocí en mi juventud. Cómo decirle que ni cagando hubiera pensado en hablarle del clima siquiera. Le tenía más miedo que la chucha.

-La gente crece, papá. Ahora me siento preparado para entender tus consejos -mentí.

No había asado; sólo estábamos los tres en la casa. Tarde de solteros: tragos varios, unos pocos picoteos, un gol tras otro repitiéndose en la tele en MUTE. Todo listo para tirar los calzoncillos sobre la mesa y dejar todo salir. Lo malo es que nada salía. Nadie hablaba. O nadie hablaba coherencias. Que la pega, que las vacaciones que ya se venían, que puras huevadas. Y los secretos que se nos arrancaban de nuestra cara de incomodidad, bien guardados. No se soltaban con el ron ni se traslucían con la expresión de confesionario que cada cierto rato ponía alguno de nosotros. Estábamos más en MUTE que el FOX Sports.
Ya caída la noche y en el piso nuestro ánimo, la reunión estaba terminada, pero nadie se decidía a pararse, agarrar sus huevadas y mandarse cambiar. Entonces, en medio del silencio, me acordé de la vez en que Javier se tiró por la ventana de su pieza en una rayadura de papa impresionante, una tarde de pitos post-U. Conté la anécdota y provocó tal explosión de risa que estoy seguro que al menos una uretra en ese living cedió al apresurado chorro de orina alcohólica. Y si no, por lo menos cedieron otras cosas.
Roberto, recuperando el aliento, miró al piso y confesó. “Amigos, me voy a separar”. Los otros dos paramos de reír y pusimos cara de velorio. Ahí, en el momento en que cualquier buen compadre consuela o pide explicaciones, Javier preguntó: “¿Tú también?”. Los miré a ambos. “¿Por qué se van a separar?”. Se pisotearon en sus respectivas respuestas, pero ambas quedaron bien claras, flotando en el aire. “Porque soy gay”; “Porque tengo una amante”.
Sabía que Roberto era gay, pero pensé que intentaría conservar su matrimonio, al menos durante el embarazo de la Lorena. Pensé mal. Por otro lado, hace tiempo que a Javier se le notaba el hastío, la repulsión que sentía por su matrimonio y, quizás, hasta por su propia vida. Él, que nunca pensó en revelarse más que sólo un poco, terminó tragado por el sistema que decía detestar. Ahora se le veía aceptando estoico su castigo: una vida gris, llena de responsabilidades, sacrificios, hijos, cachos... que, a fin de cuentas, empezaban con una “M” y terminaban con una “O”. Ma-tri-mo-nio. Y su esposa gorda y patéticamente enamorada y/o narco-dependiente de él. Hasta que se aburrió el hueón. Finalmente se aburrió. Se veía venir.

-Monse, la vida es una mierda, ¿no crees tú?
-No.

¿No?

-Sabes, tenes razón. La vida no es una mierda. Tenes razón.
-Jaja. ¿Tú también veías Los Rompeportones?
-Sí. ¡Salud por eso!

Nuestros vasos de plástico salpican a todos lados la Escudo de $1.200. Nos reímos. El amigo de Monse, sentado frente a mí, me mira con cierto desprecio, y en esa expresión encuentro lo que hace rato me estaba dando vueltas. Ahora sé quién es este concha de su madre. ¡Es el narigón culiao’ de la otra vez en la Blondie! Ya sabía que su cara me era muy conocida. Bueno, cagaste pos, hueón. Ahora la Monse es mía. ¡Salud por eso también!