lunes, 22 de octubre de 2007

ALTERNO. Capítulo 9: Final.

Año Nuevo. Champañazos, abrazos locos, calzoncillos amarillos. La Torre Entel chispeando colores. Algunos bocinazos. Pobres hueones que celebran camino de algún lugar, o sólo salieron a dar vueltas para ver la felicidad de otros y olvidar la mierda en la que vivieron el año anterior; que continuará sin cambios el año que acaba de comenzar...

Mi papá detuvo el auto un par de cuadras antes de mi departamento. Sacó una cajita metálica de anilina de su bolsillo. La abrió. Dentro tenía una Ziploc muy doblada con algo de yerba. Armó un pito, sin prisa, tan relajado como la ausencia de pacos y gente a las 1 A.M. se lo permitía. Terminado de enrollarlo, me lo pasó. Dejé a un lado la botella de champaña a medio acabar que robamos de la comida en la casa e hice los honores.

-2006. Año Nuevo, vida nueva, dicen, ¿eh? -me dijo.
-Sí -contesté, reteniendo el humo.
-Voy a echar de menos esto -mostró el pito mientras se lo llevaba a la boca.
-Yo igual. Pero no podías pensar que me iba a quedar el resto de mi vida allá, viejo. Ya estaba incómodo en la casa. No soy un cabro chico, ¿cachai?
-Te cacho.

Una vez que el pito empezó a quemarnos los dedos, nos dimos un buen abrazo, con un par de lágrimas incluidas; cerrando así la despedida que veníamos arrastrando hacía cinco días. Luego, terminé el camino inconcluso a mi departamento para cambiarme la ropa formal que mi mamá nos obligaba a usar durante la cena, por algo más cómodo, y ojalá metrosexual. Comenzaba la cacería.
Llegué al Club Hípico cuando la cosa ya estaba armada. Con un barrido rápido logré captar al menos 5 o 6 minas que sobrepasaron con creces mis expectativas, y eso era sólo la entrada. No podía esperar a ver el resto.
Recorrí los distintos ambientes de la fiesta con cierto apuro, sentía que el amanecer estaba muy cerca y quería sacarle el máximo de provecho a mis lucas y a la primera noche del año. Emprendí, entonces, la ruta a la primera parada –obligatoria, por lo demás- de cualquier evento del que esperaba sacar algo más que un baile mamón y una larga cola al baño. Me estacioné en la barra. Tenía que regar la matita del desplante.
Ya humectada mi garganta, me abrí paso entre la algarabía desatada de la gente, agitando mi cuerpo al ritmo de la música, cuidando mi piscola como un amuleto sagrado. Buscaba por aquí y por allá, entre góticas, britpop y quién-sabe-qué, a la que podría ser la elegida. De repente, veía a una que parecía que también me veía a mí, entonces me acercaba de a poco, quizás con uno que otro movimiento pélvico, sacudiendo el queque un resto; y alunizaba muy cerca de la dama en cuestión. Un baile, dos bailes, y si no aparecía la química que buscaba, chao. Había suficientes mujeres para regodearse.
Ya como a eso de las 4, el regodeo había sido mucho y no había caído nada. Eso era preocupante. Y de la preocupación venía el copete, para relajarse. Entonces, de nuevo a la pista, más bailes, y nada ni nada. Más preocupación. Estrés. Luego el remedio y de vuelta al ciclo. Así me dieron las 5.
Hecho bolsa, y con la vejiga no mucho mejor, comenzó la búsqueda del baño. Y, ¿qué pasó? Lo obvio: baños llenos hasta el tope. “Bueno, a los arbustitos nomás”, pensé. Decidido, allá fui, pero me encontré con un obstáculo... si se le podía llamar obstáculo a ella. Melena crespa, morena, estatura media y bien formada. Sencillamente preciosa.
Nuestros ojos chocaron, ella me sonrió, yo le devolví el gesto. Caminé, ocultando lo más posible mi tambaleo madrugado, y la saludé. “Hola, ¿quieres bailar?”; “Sí”; “Ya pos”. Una, dos, cinco, diez canciones. Y, de ir al baño, ni hablar. Total, a la primera canción ya me había meado entero. Pero el calor del baile, la noche, la química, o qué se yo; no sólo secó mis pantalones sin que ella llegara a notar algo. Nos llevó derecho a su departamento en aquel taxi mágico que nos esperaba, cual limusina, en Blanco Encalada.
Una buena ducha juntos (que sugerí por razones obvias), masajes, y los cinco minutos del mejor sexo que le pude dar en las condiciones que me encontraba, la dejaron bastante contenta. ¿Yo? Creo que también. Un buen comienzo de año. Nada más. En su cama dejé a Monse, Sofía, y Julia. Se quedó con mi 2005, y con un número de celular que inventé para salir de ahí y no volver a verla. Quizás odie a las mujeres, o a mí mismo. Prefiero estar solo a hacer sufrir a otra mina para descubrirlo. Sufriendo yo de paso, claro.

lunes, 8 de octubre de 2007

ALTERNO. Capítulo 8: Secretos y cosas que deberían serlo.

El doctor Pavés me auscultó más de lo usual. “¿Te has estado cuidando?”, preguntó. “¿Por qué?”. “Tus exámenes están excelentes. Parece que volviste a los veinte, hombre”, me dijo, y se rió como si hubiera dicho lo más gracioso del día. Me reí con él un rato. Hacía bien reírse. Y Monse me hacía mucho mejor que las pastillas de mierda que me había hecho tomar este hueón después de mi pre-infarto del año pasado. Así que esa fue mi última consulta con él.
Aprovechando que estaba en el centro, me encaminé hacia República, con la esperanza de encontrar a Monse en su instituto. Como a las tres cuadras empecé a arrepentirme. El calor estaba cerdo y ni siquiera estaba seguro si la encontraría; estábamos a finales de Diciembre y seguramente ella ya ni siquiera estaba yendo a clases. O quizás sí. Aunque no importaba. Sólo quería verla.
Llegando al metro Santa Ana, por la salida de la autopista, se me cruzó un auto. Cuando traté de rodearlo, una voz femenina me detuvo en seco. Quién más: Julia.

-Te veo apurado, ¿necesitas que te lleve? -preguntó.
-No, con mis patitas llego a cualquier parte -le dije. Sólo verla era un cataclismo emocional.
-¿Seguro? Antes tomabas micro para no caminar tres cuadras.
-Sí, bueno, antes era distinto. Todos podemos cambiar, ¿o no? -no sé porqué dije eso último, pero lo dije. Y sonreí.
-Vamos, te llevo -abrió la puerta-. Súbete rápido que estamos haciendo taco.

¿Cómo algo tan rico puede dar tanto asco?

Monse, Monse, MONSE. Me repetí su nombre hasta el final. Después, huí. Volví a mi casa, me bañé, me vestí aprisa y retomé mi camino hacia su instituto. La esperé. Mi cara debía reflejar fidedignamente la pudrición en mi interior. La gente me miraba, los pendejos de apariencia carretera y las minas rumiando chicle y de risas tontas se detenían en mis ojos, y parece se contagiaban de mí. De mi ruina.
Con el sol en mis talones caminé a su casa. Me sentía enfermo, no podría tomar una micro sin vomitarle encima a alguien. Entonces el calor se había ido y un viento frío me apretaba el cuerpo. O pudo haber sido una gota helada la que me congelaba la espalda. Pero no me detenía. Si lo iba a hacer debía hacerlo en ese momento, no habría otro momento con todo tan claro, tan fresco. Ella debía saber. Era lo justo.
Golpeé la reja jadeando. Estaba exhausto. Pero verla aparecer, su sonrisa y un leve gesto de curiosidad, fue todo el descanso que necesité. La calma antes de la tormenta. Luego, pasar, saludar a su abuela que aún me miraba con desconfianza (razón tenía), y la pieza. La puerta que se cerraba tras ella...

-Nunca te hablé de Julia, ¿verdad?
-¿Julia? No, creo que no.

Suspiré hondo.

-¿Te pasa algo? -preguntó.
-Sí. Pasa que soy lo peor que pudo haber pasado en tu vida -otro suspiro y mirada al piso.

Creo que memoricé las migas de pan esparcidas en su piso, a mis pies. Tenía demasiadas cosas que decir, pero carecía completamente del valor para decírselas a la cara. Cobardemente las tiré sobre ella, tartamudeándolas todas juntas. Julia una y otra vez, al comienzo, en mi práctica, luego sus reapariciones esporádicas y, finalmente, el secreto. Aquella puta verdad que gangrenaba mis tripas.
Era 1998, y Julia estaba embarazada de mí. Al parecer, mi esperma de primerizo fue más poderoso que sus anticonceptivos, o algún capricho de Dios creó vida donde nunca debió haberla. Y el error comenzó a crecer. Ella lo supo cuando ya tenía dos semanas. Fue un shock. Yo, el pendejo de mierda, le cagué sus planes, su carrera, su vida. No lo podía permitir. Tomó una licencia indefinida en la pega, y viajó a España, decidida a abortar. Tenía familia allá y, después de aquel procedimiento quirúrgico pasajero, se daría unas buenas vacaciones. Volvería a Santiago relajada, me despediría y nunca más sabría de mí. Fin del problema. Pero el problema no terminó así. Dejó pasar días, y luego semanas antes de acudir al doctor. Finalmente, se dio cuenta de que quería a ese hijo. Nuestro hijo. Quizás no sería tan difícil. De cierto modo, ella me quería, y sabía que, en mi mente de niño, yo la amaba. Entonces la mano de Dios le cortó las alas. Perdió al niño a los tres meses. Aborto espontáneo.
Se sintió culpable por la muerte de su hijo. Pensó demasiado en deshacerse de él antes de quererlo. Se merecía lo que pasó. Al menos, era lo que pensaba. Para recuperarse, renunció a todo y se propuso a empezar de cero allá, en Madrid, lejos de Chile y de mí. Le fue bien. Al menos hasta que su flamante nuevo marido, el germano, empezó a pedirle un primogénito, que por más que ella intentaba, no podía darle. Quizás él era infértil, aunque con un aborto a cuestas, podía ser ella. Pero volvieron a Chile antes de averiguarlo, y aquí estaba yo. Entonces nos reencontramos, y fornicamos. Tal vez procrearíamos de nuevo, como ella quería, o necesitaba. Por eso su egoísmo la llevó una y otra vez a mí, y mi amor enfermo me arrastró siempre de vuelta a ella.

-Hasta hoy -concluí, mirando a Monse de reojo. Su cara ya no era ella. Los ojos se le humedecieron. Me quedé viéndola, intercalando con el piso, los posters de las paredes, los discos, sus lágrimas. No pude hacer nada más. Ya estaba hecho.
-Creo que... -murmuró de pronto- es una historia muy triste... amigo.

¿Amigo? ¿Sólo eso era yo? Le cuento que acabo de cagarla con una hueona de mierda y ella sólo me sobajea el hombro y sonríe compasiva. Quedé perplejo, atontado. Esperaba una patada en las bolas por lo menos, una cachetada, un “maricón culiao’, sale de aquí”. Pero esa pasividad, esa deferencia, realmente no la entendí. Tal vez se hizo la fuerte, la abierta de mente; aunque igual no éramos nada, y el título de “amigo”, por más que doliera, era lo que hace rato la realidad me gritaba en la oreja y yo me negaba a oír. Pero, todas esas señales: las risas, los carretes, la mano que me tomaba de vez en vez, los abrazos... “Me tengo que ir”. Me tenía que ir.

Voy llegando a mi casa y veo un tipo apoyado en un auto con la radio a todo volumen, bebiendo de una lata que no parece de bebida. Es Javier, borrachísimo. Al verme llegar me saluda, con euforia. Me abraza, me besa en la mejilla y me palmotea la espalda. Me hace beber de su cerveza tibia; me presenta a una gorda con chasquilla de araña, también curada, sentada en el asiento del copiloto. Entre el ruido, los palmoteos y el trago amargo me subo al auto. Chirriamos neumáticos y unos cuántos zigzagueos y aceleradas nos dejan en la Plaza Ñuñoa. Javier hace mierda la Redcompra y rellena la mesa de uno de los pubs con unos quesitos y papas fritas, mientras desfila un trago tras otro por nuestros respectivos portavasos. Que la Negra aquí, que la Negra allá (supongo que la aludida es la gorda, que pone cara de ídem), que me echaron de la casa pero me importa un pico, que ahora que el Roberto es hueco, tú eres el elegido...
De un tirón acabamos en la calle Marín, en un edificio al que los autos entran con las luces apagadas a través una cortina plástica. Voy bien cocido, y mi amigo y su acompañante apenas se pueden en pie. De nuevo la Redcompra y una pieza con tres piscolas nos recibe. Que a la Negra le gusta experimentar cosas nuevas, que tú que estai soltero, que somos amigos, que de aquí no sale. Chum pa’entro la piscola. La gorda pone una película porno en la tele, se saca el blazer de oficina y lo tira lejos. Javier se ríe y hace lo mismo con su terno y bota un vaso que cae suave en la alfombra de pelos rosados. Me siento al borde y asumo que estoy lo suficientemente sobrio para entender y negarme a lo que pasará. Pero no huyo. Pido más piscolas -“bien cargadas para la nueve”-, que aparecen tras una pequeña puerta que se abre en la pared.
Mi amigo se empelota rápido, y la gorda le sigue el ritmo. En tiempo récord haciendo el perrito mientras yo lentamente desabotono mi camisa. Quizás pudiera huir, pero una fascinación me hipnotiza y me pega los pies a la alfombra de pelos más rosados de lo que parecían. Fuera zapatillas, calcetines. Pantalones. Javier gime por última vez y abraza las tetas de la gorda, que resopla y se recuesta lentamente con mi amigo a su espalda. Ambos jadean al compás, y poco a poco se van apagando. Uno de los dos se tira un peo, demasiado churrete, como estrujando el último poco de mayonesa del envase. De la risa paso al asco, y del asco, con los pantalones a mis pies, corriendo al baño a vomitar. Al rato salgo y los veo en la misma posición, en el medio de la cama redonda cubierta de piel de cebra. Duermen. Recojo mi camisa y mis ojos se detienen en los granos y cráteres del culo de la gorda. Otra carrera al baño. Después, la calle, mirar atrás con una sonrisa y caminar a Vicuña Mackenna. Ha sido un largo día.