Año Nuevo. Champañazos, abrazos locos, calzoncillos amarillos. La Torre Entel chispeando colores. Algunos bocinazos. Pobres hueones que celebran camino de algún lugar, o sólo salieron a dar vueltas para ver la felicidad de otros y olvidar la mierda en la que vivieron el año anterior; que continuará sin cambios el año que acaba de comenzar...
Mi papá detuvo el auto un par de cuadras antes de mi departamento. Sacó una cajita metálica de anilina de su bolsillo. La abrió. Dentro tenía una Ziploc muy doblada con algo de yerba. Armó un pito, sin prisa, tan relajado como la ausencia de pacos y gente a las 1 A.M. se lo permitía. Terminado de enrollarlo, me lo pasó. Dejé a un lado la botella de champaña a medio acabar que robamos de la comida en la casa e hice los honores.
-2006. Año Nuevo, vida nueva, dicen, ¿eh? -me dijo.
-Sí -contesté, reteniendo el humo.
-Voy a echar de menos esto -mostró el pito mientras se lo llevaba a la boca.
-Yo igual. Pero no podías pensar que me iba a quedar el resto de mi vida allá, viejo. Ya estaba incómodo en la casa. No soy un cabro chico, ¿cachai?
-Te cacho.
Una vez que el pito empezó a quemarnos los dedos, nos dimos un buen abrazo, con un par de lágrimas incluidas; cerrando así la despedida que veníamos arrastrando hacía cinco días. Luego, terminé el camino inconcluso a mi departamento para cambiarme la ropa formal que mi mamá nos obligaba a usar durante la cena, por algo más cómodo, y ojalá metrosexual. Comenzaba la cacería.
Llegué al Club Hípico cuando la cosa ya estaba armada. Con un barrido rápido logré captar al menos 5 o 6 minas que sobrepasaron con creces mis expectativas, y eso era sólo la entrada. No podía esperar a ver el resto.
Recorrí los distintos ambientes de la fiesta con cierto apuro, sentía que el amanecer estaba muy cerca y quería sacarle el máximo de provecho a mis lucas y a la primera noche del año. Emprendí, entonces, la ruta a la primera parada –obligatoria, por lo demás- de cualquier evento del que esperaba sacar algo más que un baile mamón y una larga cola al baño. Me estacioné en la barra. Tenía que regar la matita del desplante.
Ya humectada mi garganta, me abrí paso entre la algarabía desatada de la gente, agitando mi cuerpo al ritmo de la música, cuidando mi piscola como un amuleto sagrado. Buscaba por aquí y por allá, entre góticas, britpop y quién-sabe-qué, a la que podría ser la elegida. De repente, veía a una que parecía que también me veía a mí, entonces me acercaba de a poco, quizás con uno que otro movimiento pélvico, sacudiendo el queque un resto; y alunizaba muy cerca de la dama en cuestión. Un baile, dos bailes, y si no aparecía la química que buscaba, chao. Había suficientes mujeres para regodearse.
Ya como a eso de las 4, el regodeo había sido mucho y no había caído nada. Eso era preocupante. Y de la preocupación venía el copete, para relajarse. Entonces, de nuevo a la pista, más bailes, y nada ni nada. Más preocupación. Estrés. Luego el remedio y de vuelta al ciclo. Así me dieron las 5.
Hecho bolsa, y con la vejiga no mucho mejor, comenzó la búsqueda del baño. Y, ¿qué pasó? Lo obvio: baños llenos hasta el tope. “Bueno, a los arbustitos nomás”, pensé. Decidido, allá fui, pero me encontré con un obstáculo... si se le podía llamar obstáculo a ella. Melena crespa, morena, estatura media y bien formada. Sencillamente preciosa.
Nuestros ojos chocaron, ella me sonrió, yo le devolví el gesto. Caminé, ocultando lo más posible mi tambaleo madrugado, y la saludé. “Hola, ¿quieres bailar?”; “Sí”; “Ya pos”. Una, dos, cinco, diez canciones. Y, de ir al baño, ni hablar. Total, a la primera canción ya me había meado entero. Pero el calor del baile, la noche, la química, o qué se yo; no sólo secó mis pantalones sin que ella llegara a notar algo. Nos llevó derecho a su departamento en aquel taxi mágico que nos esperaba, cual limusina, en Blanco Encalada.
Una buena ducha juntos (que sugerí por razones obvias), masajes, y los cinco minutos del mejor sexo que le pude dar en las condiciones que me encontraba, la dejaron bastante contenta. ¿Yo? Creo que también. Un buen comienzo de año. Nada más. En su cama dejé a Monse, Sofía, y Julia. Se quedó con mi 2005, y con un número de celular que inventé para salir de ahí y no volver a verla. Quizás odie a las mujeres, o a mí mismo. Prefiero estar solo a hacer sufrir a otra mina para descubrirlo. Sufriendo yo de paso, claro.
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