lunes, 27 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 6: Zigzagueando por la vida.

Dejé el pituto de la revista de novias (me tenían chato los artículos mamones y los vestidos blancos), y empecé una pega más interesante en la Miss 17. Al menos las pendejas tenían su qué. Por otro lado, la convivencia con mis viejos se hizo mucho más pasable. Era nada más cosa de conocerlos, entenderlos, compartir con ellos. Sí, compartir...
Encontré a mi papá fumándose un pito en el baño. Nunca en mi vida imaginé semejante aberración, pero ahí estaba el viejo, relajado; dándole pulmón a un cigarro de yerba. Pensé que no me había visto, y de seguro él pensó que no lo caché, y pasaron unos días hasta que me pilló con mi pipa en el ático. Pese a la sorpresa, ninguno habló. Él se sentó a mi lado y tomó la pipa de mi mano. Fumó un poco y me la devolvió; luego fumé yo y repetimos el proceso. Seguimos así toda la tarde; mi papá, un viejo de sesenta y seis, y yo, echando el humo por la ventana. Parecíamos pendejos de quince. Fue algo insano, insólito; y una incomparable experiencia padre-hijo; que se repitió periódicamente desde ese momento. “No le cuentes a tu mamá, Ñato.” “Sí, papá, tranquilo.” “Era el copete o esto.” “¡Tranquilo, viejo! Deja de calentar la pipa y relájate. De aquí no sale”.
Aún recuperándome del asombro con mi papá, sorprendí a mi madre poniéndole el ingrediente secreto a sus queques, tan populares entre las viejas del barrio. “Huevos, harina, azúcar y cogollos. Con razón te va también con el negocio.” Adivinen lo que me contestó: “Ñatito, mi amor; no le contís nada a tu papi. Si se entera que le saco sus cosas...” “Vieja, no te preocupes. De aquí no sale. Eso sí, vai a tener que soltarme el queque.” (Me refería a uno de los que tenía sobre la mesa, claro).
Alucinado (literalmente) con mi nueva camaradería familiar, la vida parecía marchar re-bien. No tenía atados de lucas ni conflictos existenciales, y saber que la presunta relación tortuosa de mis viejos se sostenía por el amor, la rutina y las drogas, bueno, me daba bastantes razones para sonreír. Aunque era difícil hacerlo de vez en cuándo. Me faltaba mina. Mina, hijos, y un perro culiao’ rompiendo y meando todo en mi casa perfecta.

-¿Te acordai de la otra vez, o no?
-Sí, osea, no como un grato recuerdo. Una anécdota de aquéllas: mi primera y última noche en el Bokhara.
-Para mí no fue la última.
-Tampoco la primera, por lo que me contaste cuando bailabai Madonna curado. Pero te entiendo, hueón. Quién mejor que yo para decirte que porque te gusta cierto estilo de música, no necesariamente eris hueco. Si tú vai pa’lla por la música nomás, ¿cierto?
-Sí... eso te dije.

Levanté mis ojos del pitcher en medio de nosotros. Miré a mi alrededor y le indiqué a Roberto que se acercara a mí. Nos inclinamos un poco sobre la mesa y, en voz baja, le pregunté: -¿Sólo vai por la música, no?
Desde su negación con la cabeza pasamos a terrenos más pedregosos. Sabía que el que hubiera tenido una experiencia homosexual por ahí no significaba que él lo fuera; pero pronto mi teoría se hizo humo al enterarme de que ni siquiera las tenía contadas, y no porque fueran pocas. No había remedio: mi amigo era gay. El problema era que estaba casado; y el atado era que se acababa de enterar que su señora había quedado embarazada. Entonces me acordé de Julia. ¡Puta que es injusta la vida, Señor!

Ya eran mediados de Noviembre. Lo sabía porque el sol salía temprano y no se iba nunca, alargando los días para pensar en el rollo de mi amigo. Me había dejado bien cagado la cosa, no sólo porque no podía (ni sabía) ayudarlo; era más esa sensación de impotencia que me quedó, de cómo Dios puede ser tan maricón de repente con ciertas personas, conmigo mismo incluso. Además estaba Julia. Supe que el alemán hijo de puta se había ido de la casa y estaba terminando unos negocios para volver a su país y dejar definitivamente su matrimonio botado. Y no es que ese asunto me debiera importar mucho. La mina en verdad se había portado como el hoyo conmigo, y su buena acción de la otra vez no estaba ni cerca de remediar lo que me había hecho a lo largo de los últimos ocho años. Por eso llegué a alegrarme un poco de su desgracia, de su recién adquirida soledad. Pero esa soledad empezó a carcomerme los días, esos largos días, y después las noches.
Me desvelé una semana corrida pensando en ella, y para la última hojeada al celular a las 4:30 de la madrugada del Domingo, exploté. Salí a caminar por Irarrázabal con un buzo ordinario que usé para correr un par de veces en mi vida y dejé tirado al olvido. Pese a la fecha, el frío me tenía hecho cubo, y las imágenes que evocaba de ella me derretían los pies con cada paso que daba lejos de mi celular, de su número, del reencuentro. Hasta me temblaban las manos por echarle un par de gambas a cualquier teléfono público que se me cruzara. Pero no. Necesitaba despejarme, escapar de mi obsesión por ella y no volver a ceder a la tentación. Porque de tanto pensar en Julia me sentí enamorado de nuevo; de su cama, de sus tetas que no cedían al paso del tiempo y de no sé qué mierda que me atraía tanto en ella. Y ahora que estaba sola, yo solo, ambos solos...
Llegando a Vicuña Mackenna, el sol cumpliendo su amenaza de salir y distraído con mis pensamientos, le pegué una patada a una botella que estaba al borde de la cuneta. Naturalmente, con la mala cueva que me caracteriza en ciertas ocasiones, la botella se hizo pico en la calle y los góticos que estaban a mi alrededor corearon un “¡Ahueonao’!” que me hizo hervir la sangre. Les iba a gritar unas puteadas a esos culeados del Bal Le Duc, cuando uno de los dueños del copete esparciéndose por la avenida me miró con una cara familiar. Sin llegar a reconocerlo del todo, alguien tocó mi hombro.

-¡Hola, desaparecido! -me dijo la niña cuando volteé.
-Hola, tú -respondí, sin atinar a nada.
-Nunca me llamaste -dijo, sacando su celular con una huevada luminosa colgando.
-Ah -recordé esa vez en la Blondie. Pensé en llamarla en un par de ocasiones de calentura extrema, pero solo tenía su número bajo el nombre asadfsff.
-Llegando a mi casa me acordé que no te había dicho cómo me llamo.
-Sí, bueno, a mi me pasó lo mismo -respondí, mirando de reojo a su acompañante, un hueón flaco, pelo despeinado, barbón y un poco afeminado, que miraba con dolor el licor que ya a estas alturas se evaporaba del pavimento con la luz del amanecer-. Oye, sorry por lo del copete, chiquillos -me sentí un viejo culiao’ diciendo esto-. ¿Les puedo comprar algo?

Terminamos cagados de la risa en mi pieza, tomándonos unas piscolas y fumando unos caños al desayuno. Estuvo increíble. Ya para las una, estábamos tirados en la alfombra durmiendo la mona. Desde ese momento no tuve más insomnio. Es más, luego de que ellos se fueron sin que mi mamá les alcanzara a ofrecer once, volví a dormir y no desperté hasta el Lunes a la hora de almuerzo. Ahí, mientras comía, pensé cómo tres personas pueden estar tantas horas juntas sin decirse sus putos nombres.

Desconocido llamando.

-¿Aló?
-¿Me vas a decir tus nombre de una buena vez?
Risas.

-Hola, pos.
-Hola, chica. Bueno, ¿y?

Más risas.

-Ya, tan ansioso. Yo me llamo, tatatatan: Montserrat, pero me dicen Monse. ¿Y tú?

“¿Yo? Un caliente de mierda nomás, señorita”.

martes, 21 de agosto de 2007

Lo anti-ético del “Sueldo ético” (o “Los curas culiao’s y sus huea’s”).

Cortito. Hace algunas semanas vengo escuchando que por todos lados se habla del famoso “sueldo ético”, que las desigualdades sociales, que la injusticia, que la cacha de la espada. Y yo miro a Monseñor Alejandro Goic, el impulsor de toda esta discusión, y luego oigo a Fernando Montes, sacerdote Rector de la Universidad Alberto Hurtado, institución donde estudia mi polola, avivándole la cueca al otro cara de vampiro, y pienso… ¿qué rechucha se creen los conchas de sus madres? Mientras el primero se pasea de un lado a otro en Mercedes Benz con chofer, vive en una mansión de allá arriba del cerro, con mayordomo, chef internacional personal y todas las otras comodidades que el 1% del sueldo de cada gil que le cree a la Iglesia puede comprar; y el otro hijo de puta, que sube el arancel de las carreras 300 lucas todos los años, no le da beca a nadie y aumenta los cupos de las carreras hasta hacer que en las salas no quepan ni los profesores… Osea, discúlpenme, pero quienes menos pueden hablar de huevadas éticas, son ellos. Y para que llenarme la boca con todas las demás chanchadas que han hecho a costa de Dios y el miedo y la culpa que provoca, a lo largo de dos mil años a la fecha. Putos pedófilos, maricones, caras de raja y vagos. Burgueses infames ocultos tras una fachada de castidad y votos de pobreza. A mí me gustaría ser pobre como ellos. No trabajaría más.
El Mercurio miente, y, adivina: la Iglesia también.

lunes, 20 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 5: Casorio.

Como suponía, encontré un sushi bar en un rincón de la carpa. Preferí hacerle el quite; los rugidos de mi estómago ante el salmón crudo y el arroz enrollado en algas no pronosticaban algo bueno. Seguí deambulando entre gente con sus tragos y conversaciones, con mi pucho al frente y mi copete como escudo. Necesitaba salir de ahí, pero a la vez me sentía obligado a quedarme. Sofía me había invitado personalmente a su fiesta de compromiso.
Me topé con dos senos pegados a Pamela Díaz, el bigote ordinario de Pato Laguna, varias argentinas oxigenadas de las que saturaban los medios, y un lote kuma de fubolistas que haría cruzar la calle hasta al más valiente. Entre ellos, irradiaba felicidad el pelado ordinario que las oficiaba de novio y anfitrión, y en una esquina, quién solía ser mi suegro, escondía su pre-infarto tras una sonrisa dura. Pensar que se espantaba porque yo era un “pobre diseñador”. La quiebra de una empresa cambia a cualquiera.
La música envasada se cortó súbitamente. Todos miraron al escenario armado para la ocasión, y aplaudieron a rabiar a los integrantes de la Sonora Palacios que ocuparon sus lugares y le dieron duro a la cumbia. ¡Qué baile, Señor mío! Y yo, sentado al lado de los canapés, siguiendo con atención a los futuros novios, trataba de robarle aunque fuera un intercambio de sonrisas a Sofía. Quería sentir, por último, que agradecía mi penoso acto de presencia. Así valdría la pena haber tomado dos micros y tragarme los comentarios (o escupitajos) a mis espaldas.
Mucho rato después, cuando el quinto plazo de 10 minutos que me propuse para irme estaba por expirar, súbitamente la novia me tomó del brazo y me llevó fuera de la carpa. Era prácticamente un bosque ahí afuera, por lo que pude percibir en la oscuridad de la noche. Y esa misma oscuridad fue todo lo que necesitamos. Cubiertos por árboles y ligutrinas, ella se subió la falda, yo bajé mis pantalones, y apoyados en un tronco con olor a meado añejo, tuvimos un rapidín ganador, como esos de aquellos tiempos... buenos tiempos.

-¿Qué fue eso? -me atreví a preguntar, mientras veía su silueta subirse las pantaletas. No respondió. Volvió adentro y me dejó cagándome de frío en las alturas de Manquehue.

Las inminentes Fiestas Patrias alborotaron el ambiente de la casa. Mis viejos tenían las rancheras evangélicas a todo chancho, todo el día. Nadie diría que no había espíritu dieciochero en la familia. Nadie que me hubiera visto curado en mi pieza de pendejo, o fumándome un caño en la ventana del altillo, o tirándome a Sofía. Repito: tirándome a Sofía.
Resultó que lo de la fiesta no fue una volada del momento. Era el inicio de una huevada compulsiva, y con el mismo toque de esa noche: sin palabras. Un mensaje al celular, salida del gimnasio, un rincón con algo de privacidad, y luego cada uno por su camino, hasta el próximo mensaje, siempre proveniente de ella. Un buen sistema. Sin presiones, más allá de que alguien nos sorprendiera, y sin compromiso. Aunque me hubiera gustado algo de lo segundo.
Su hora para el Civil quedó fijada para la primera semana de Octubre. Los encuentros furtivos se hicieron más frecuentes. Debía borrar constantemente los mensajes de mi Nokia “Picapiedra”, ya que ni él ni mis reservas espermáticas daban abasto para tanto mensaje y tantas escapadas; con unas cuecas entre medio.
Pasadas las empanadas, la chicha, el hachazo y las rancheras sobre el nivel de decibeles aceptables para mi oído, agarré el valor para enfrentarme a Sofía. Fue en un estacionamiento cerca del Parque Arauco, después de que ella anduvo de shopping con una “amiga”, que resultó tener barba y paquete (sorpresa que ya se han llevado algunos).

-¿Me podrías explicar qué es todo esto? -ni siquiera me miró, arreglándose el pelo frente al retrovisor-. ¿Podrías explicarme? ¿Podrías...
-¿Para qué? -sobresaltada. ¿No te gusta?
-No, no es eso... es raro.
-Pero rico.
-Sí, aunque preferiría una cama -me mira.
-Ahora quieres una cama. Después vas a querer un jacuzzi, o una playa caribeña. Han pasado más de dos meses y aún no sacas nada en limpio, hueón.
-¿Sacar en limpio qué?
-Que siempre querís algo más. Igual que cuando estábamos juntos. ¿No te bastó conmigo? -enojada-. ¿Tuviste que cagarme con esa vieja de mierda? -llanto.

Hubo un silencio. Secó sus lágrimas. Traté de pensar en algo que decir, pero no se me ocurrió nada. Siempre me pasaba cuando la veía llorar. Siempre me pasó con cualquier mina que lloró a mi lado. Y siempre quise algo más.

Tuvimos algunos encuentros después de eso. En el último, cuando ella se arreglaba la falda y yo subía mis pantalones, volvió a hablar. Al día siguiente, se casó. Yo, mirando el reloj del “Picapiedra” cada dos segundos, continuaba digiriendo sus palabras en el estómago de mi cabeza, al tiempo que imaginaba el lugar, los flashes y la farándula que la rodeaba en esos instantes, mientras el pelado y ella estampaban su firma en un librote. “Él me ama, yo lo quiero, nos vemos bien juntos y vamos a tener hijos bonitos. No hay nada más. Así es la vida, y tú nunca quisiste aceptarlo. Ahora, yo acabo de hacerlo”.
Eso sería. No más follones a deshora, no más mensajes en el celular. No más Sofía. Y no más cesantía, gracias a algunas movidas de quién me ayudó a ser cesante en primer lugar: Julia. Irónicamente, gracias a ella me hice de un par de buenos pitutos como freelance en un suplemento de un diario y una revista de... trajes de novia. En fin, pagaban bien, las pegas eran relajadas y me ayudaron a dejar de pensar huevadas durante la mayor parte del día. O no tanto.

-¿Cómo te ha ido?
-Mmmm, ¿en qué sentido?
-La pega, obvio.
-Bien, sí, bien. Tranquilo. ¿Para eso llamabas?
-Sí, para eso. Saber cómo estabas...
-Julia, mira, te agradezco la paleteada. Me salvaste la vida con tus pitutos. Pero creo que es muy luego para...
-Relax. No pensaba hablar de nada más, si es lo que te complica.
-Ah...
-Me separé de Hugo en todo caso. Igual sería un tema interesante para conversar. Tal vez en otro momento.
-Chucha, disculpa; no sabía qué... bueno... ¿y por qué se separaron?
-Lo de siempre. Él quería un hijo...

Si habrá gente cagada en el mundo. Pero también hay personas que no lo están, como mi amigo Roberto. Y siempre es bueno que existan personas así. Los que estamos cagados podemos llegar a amargarles la vida de vez en cuando, como lo hice yo en su debido momento.
Nos juntamos un día después de su pega, en un café medio artístico-conceptual. Mi expresso se congeló mientras dejaba mi mierda salir e inundarle la cabeza. Le conté todo, desde que Sofía supo que la había cagado con Julia y se había ido del departamento, hasta mis últimas conversaciones con ambas. El hueón no cambió la cara; quizás una que otra mueca cuando pasaba la parte más escabrosa con Julia. Y nunca habló. Sólo miraba, bebía su capuccino y meditaba, hasta que terminé y le dí un par de sorbos a mi taza fría.
“Esta huea’ amerita un trago. Yo invito”, me dijo. Y nos fuimos a tomar un trago. “Tomar y hablar hueas tristes me deprime”, dijo, medio encañado. Y nos fuimos a una disco. “Esta huea’ está llena de maricones”, le dije. Y nos quedamos.

viernes, 3 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 4: Un leve retroceso.

El techo no había cambiado. Los mismos surcos que formaban caras de personajes de televisión de los noventa, surcaban sus siluetas y contornos y ojos y mejillas por toda la superficie de madera sobre mi cabeza. El olor a cera, fosilizado en el aire, era idéntico al que aún tenía en el fondo de mis fosas nasales, y mezclado con el ruido ocasional de algún auto transitando por la pequeña calle del frente, me hacía volver a ver en las paredes los posters de los Rolling, The Cure y Morrissey, ahora damnificados al fondo de algún vertedero suburbano.
Llevaba una semana viviendo con mis papás. Hojeaba frenéticamente los económicos del diario todas las mañanas, y cada tarde visitaba el cibercafé más cercano para revisar las ofertas de trabajo en algún portal afín, rodeado de treintones cesantes en la misma. Me sentía patético por volver a la casa, por estar sin pega, sin mina y con cero ganas de hacer más que acabar todas las noches tirado en la cama mirando al techo y tomando Bálticas (para abaratar costos).
Con Julia, las cosas se habían ido directo a la mierda un mes atrás. En medio de una excelente cópula, se prendió la luz de la pieza. Cuando mis ojos se adaptaron al ampolletazo, aún con la mina pegada a mí, encontré a un tipo alto, delgado y con cara nórdica en el marco de la puerta, observándonos. “Mi amor, veo que no has perdido el tiempo”, dijo, y su expresión se llenó de lujuria al más puro estilo Villa Baviera. Julia, sin inmutarse, me lo presentó. Era Hugo, su esposo, que venía llegando de viaje. No esperé más detalles y huí de ahí con mi ropa a dos manos. La cosa auguraba un trío o un crimen pasional, y no estaba dispuesto a esperar ninguno de los dos.
Ya estaba acostumbrado a las mariconadas de Julia. Podía perdonarle su egoísmo, su frialdad y sus accesos ocasionales de sadomasoquismo; todo eso era parte del paquete. Pero que me haya ocultado que era casada, conociendo mi tendencia a engancharme de ella... bueno, ya era mucho. Así que la dejé con su alemancito freak, con su idea retorcida de la institución sagrada del matrimonio y con sus vibradores fosforescentes, y durante los días siguientes me negué a contestar cualquier llamado o e-mail proveniente de su metro cuadrado.
El pánico a la soledad pronto dio paso a nuevos bríos, y rehacer mi vida se me hizo mucho más fácil de lo que había pensado. Reenfoqué mi energía sexual de patas negras flaite (tipo Rumpi) a mi trabajo y me gané varios elogios por parte de mis colegas y superiores de la agencia; lo que me hizo merecedor de las cuentas de nuestros clientes más importantes. Entonces, Julia apareció de nuevo. Venía con la cara cambiada y el rabo entubado entre las piernas. No podía negarme a escucharla. Nunca la había visto así.
Del pub al que fuimos a conversar no recuerdo nada. La música, la gente, los copetes; tragados por la tierra. Sólo están sus palabras, sus gestos, sus lágrimas. Su verdad, y de guatazo al hoyo. Todo a negro, mi vida de cabeza y las grandes ideas que tenía para las campañas de Adidas, Kia y Evercrisp, aplastadas por el peso de su revelación. Por eso el bloqueo creativo, la pérdida de las cuentas, el despido, la frialdad que me hizo escapar del departamento y la falta de plata que me empujó de vuelta a la casa de Ñuñoa.

-¿Sabis lo que te hace falta, hueón? -Javier en su pose antimatrimonial-. Salir a carretear. Atracarte una minita, tirártela, y seguir carreteando. Es lo más productivo que podis hacer con tu tiempo libre.
-Demás, hueón -Roberto coanimando, roncola a modo de micrófono-. ¿O te vai a pasar el resto de tus noches encerrado en tu pieza de mierda escuchando tus compilaciones de la Zero en el personal?
-Tomándote unas Escudos -aporte de Javier.
-Báltica -interrumpo.
-Puta, peor -Roberto-. Mira, yo con mi señora -enrostrando su matrimonio feliz sin hijos- vamos de vez en cuando a una salsoteca, por ahí en...
-No bailo salsa -interrumpo de nuevo.
-Verdad, se me olvidaba que eres “alterno” -Roberto, cínico.
-Como los niñitos gay del Portal Lyon -los aportes de Javier no paran.

Risas. Todos beben sus roncolas.

-Ahora, en serio. ¿Todavía te gusta esa música? –Javier, inquisitivo.
-¿Por qué no? A ti también te gustaba. A ustedes dos les gustaba -cierro apresurado, antes de cualquier gritito maricón y más hueveo.
-Sí... pero la U me cambió. A los dos -Roberto y la Chile y el Che y Pío Nono. Y un suspiro, otros sorbos de roncola y yo pensando: “Qué bueno que me salí de ahí. Creo”.

A Fluck of Seaguls. Buen pelo. Quizás lo hubiera usado así, pero llegué muy tarde a los ochentas. Es más, me los perdí. En la Blondie a nadie le importa, en todo caso. Harto glam y viejos cracks de la movida, de esos que se alegran del boom del kitsch; abrazados a sus contemporáneos como hippies alrededor de una fogata en Piedra Roja, meneando sus fofos culos de oficinistas de Lunes a Viernes. Mirarlos me reconfortaba. Mi culo igual ondeaba en flacidez, pero digna y bien llevada debajo de los jeans de diseñador que alguna vez me regaló Sofía, la nueva chica Giordano.
Me había fumado un pito gigante, lo que no afectaba en nada mi rendimiento en la pista. Una que otra mirada capté, al menos, lo que era más que suficiente para olvidar la última noche que había estado ahí, y lo caga-onda que me había soltado encima Julia hacía poco. Jodida la mina. Jodida la vida. Jodida la música. Jodida de buena.
“Bonita polera” oí entre los beats de Devo. Me volteé y se abrió paso entre el humo una silueta de mujer con cara de mujer que sonreía como mujer en mi dirección. Le devolví el gesto (como hombre), al tiempo en que mis neuronas conectaban para hacerme recordar lo que olvidaba al salir de casa: cambiarme por algo decente la camiseta de Sofía que yo usaba para dormir. Pero seguí mostrando los dientes en actitud indiferente y dije: “¿Te gusta? Es de los Cariñositos. Kitsch, ¿no cierto?”. Ella rió y contestó: “Súper”.
Sin muchas palabras más nos pusimos a bailar mientras se sucedían los clásicos y los no tanto en pantallas y parlantes. Al principio, pensé que la mina sólo quería sacarme algún copete gratis y después seguir su camino, pero con el pasar del tiempo, vi sinceridad en sus sonrisas y, no sé, me quedé pegado en ella. Pegadísimo. Siempre me pasa con la yerba.
Las luces se prendieron y recién ahí desperté de mi trance. La mina, que hasta ese momento llevaba como dos horas conmigo, se metió los dedos a la boca y chifló en señal de protesta. Algunos hicieron lo mismo, mientras la demás gente se agolpaba en las escaleras para salir. Miré alrededor, sacudiendo las últimas moléculas de THC fuera de mi cerebro, y la perdí de vista. No me sorprendí. Las minas casi siempre se escapaban de situaciones así, especialmente conmigo. Al menos tenía el consuelo de haberla observado muy bien durante toda la noche, y sus detalles no se borrarían fácilmente de mi retina.
Subí pajero los escalones, y cuando me aprestaba a recorrer los últimos pasos hacia la puerta, sentí un brazo que me tomaba del mío. Miré hacia atrás y ahí estaba ella. “No me esperaste. Me estaba despidiendo de mis amigas, no buscándome otro mino”, dijo, en un divertido reproche.
Pasamos un buen rato en el paradero. Estaba fascinada escuchando mis historias de los noventas, y no ponía ningún interés en las micros. Me hacía sentir especial, y viejo a la vez. Se notaba que no superaba los 25 años, o si lo hacía, su cuerpo pequeño y delgado nunca los demostraría. Me encantaba, y no quería que la noche acabara. Entonces, de sorpresa, el sol amenazó con salir. Ambos hicimos el gesto de mirar la hora, y luego nos dimos cuenta de que sólo faltaba decir “Chao”.

-Bueno... -empezó ella, mirando al horizonte-, ahí viene mi micro.
-Claro... -seguí yo.
-Anota mi fono.
-OK -ingresé su número en mi celular, luego lo hice llamar, hasta oír que su carterita vibraba.
-Saliste desconfiado.
-Nunca se sabe...

El bus amarillo finalmente llegó hasta nosotros y se detuvo en el semáforo de la esquina. Ella se acercó a mí, me dio un abrazo bastante efusivo y un beso en la mejilla. Luego, caminó rápido hacia la puerta abierta del vehículo.

-Oye -me gritó por la ventana de la micro-, la próxima vez, fíjate bien en las poleras que comprai. Ese nunca fue un Cariñosito. Es un oso medio gay abrazando un corazón que dice I love you.

Me cagué de la risa y le respondí que ya sabía. Su micro partió y yo crucé la Alameda para tomar la mía. Recién en mi cama caché que nunca me dijo su nombre.