viernes, 3 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 4: Un leve retroceso.

El techo no había cambiado. Los mismos surcos que formaban caras de personajes de televisión de los noventa, surcaban sus siluetas y contornos y ojos y mejillas por toda la superficie de madera sobre mi cabeza. El olor a cera, fosilizado en el aire, era idéntico al que aún tenía en el fondo de mis fosas nasales, y mezclado con el ruido ocasional de algún auto transitando por la pequeña calle del frente, me hacía volver a ver en las paredes los posters de los Rolling, The Cure y Morrissey, ahora damnificados al fondo de algún vertedero suburbano.
Llevaba una semana viviendo con mis papás. Hojeaba frenéticamente los económicos del diario todas las mañanas, y cada tarde visitaba el cibercafé más cercano para revisar las ofertas de trabajo en algún portal afín, rodeado de treintones cesantes en la misma. Me sentía patético por volver a la casa, por estar sin pega, sin mina y con cero ganas de hacer más que acabar todas las noches tirado en la cama mirando al techo y tomando Bálticas (para abaratar costos).
Con Julia, las cosas se habían ido directo a la mierda un mes atrás. En medio de una excelente cópula, se prendió la luz de la pieza. Cuando mis ojos se adaptaron al ampolletazo, aún con la mina pegada a mí, encontré a un tipo alto, delgado y con cara nórdica en el marco de la puerta, observándonos. “Mi amor, veo que no has perdido el tiempo”, dijo, y su expresión se llenó de lujuria al más puro estilo Villa Baviera. Julia, sin inmutarse, me lo presentó. Era Hugo, su esposo, que venía llegando de viaje. No esperé más detalles y huí de ahí con mi ropa a dos manos. La cosa auguraba un trío o un crimen pasional, y no estaba dispuesto a esperar ninguno de los dos.
Ya estaba acostumbrado a las mariconadas de Julia. Podía perdonarle su egoísmo, su frialdad y sus accesos ocasionales de sadomasoquismo; todo eso era parte del paquete. Pero que me haya ocultado que era casada, conociendo mi tendencia a engancharme de ella... bueno, ya era mucho. Así que la dejé con su alemancito freak, con su idea retorcida de la institución sagrada del matrimonio y con sus vibradores fosforescentes, y durante los días siguientes me negué a contestar cualquier llamado o e-mail proveniente de su metro cuadrado.
El pánico a la soledad pronto dio paso a nuevos bríos, y rehacer mi vida se me hizo mucho más fácil de lo que había pensado. Reenfoqué mi energía sexual de patas negras flaite (tipo Rumpi) a mi trabajo y me gané varios elogios por parte de mis colegas y superiores de la agencia; lo que me hizo merecedor de las cuentas de nuestros clientes más importantes. Entonces, Julia apareció de nuevo. Venía con la cara cambiada y el rabo entubado entre las piernas. No podía negarme a escucharla. Nunca la había visto así.
Del pub al que fuimos a conversar no recuerdo nada. La música, la gente, los copetes; tragados por la tierra. Sólo están sus palabras, sus gestos, sus lágrimas. Su verdad, y de guatazo al hoyo. Todo a negro, mi vida de cabeza y las grandes ideas que tenía para las campañas de Adidas, Kia y Evercrisp, aplastadas por el peso de su revelación. Por eso el bloqueo creativo, la pérdida de las cuentas, el despido, la frialdad que me hizo escapar del departamento y la falta de plata que me empujó de vuelta a la casa de Ñuñoa.

-¿Sabis lo que te hace falta, hueón? -Javier en su pose antimatrimonial-. Salir a carretear. Atracarte una minita, tirártela, y seguir carreteando. Es lo más productivo que podis hacer con tu tiempo libre.
-Demás, hueón -Roberto coanimando, roncola a modo de micrófono-. ¿O te vai a pasar el resto de tus noches encerrado en tu pieza de mierda escuchando tus compilaciones de la Zero en el personal?
-Tomándote unas Escudos -aporte de Javier.
-Báltica -interrumpo.
-Puta, peor -Roberto-. Mira, yo con mi señora -enrostrando su matrimonio feliz sin hijos- vamos de vez en cuando a una salsoteca, por ahí en...
-No bailo salsa -interrumpo de nuevo.
-Verdad, se me olvidaba que eres “alterno” -Roberto, cínico.
-Como los niñitos gay del Portal Lyon -los aportes de Javier no paran.

Risas. Todos beben sus roncolas.

-Ahora, en serio. ¿Todavía te gusta esa música? –Javier, inquisitivo.
-¿Por qué no? A ti también te gustaba. A ustedes dos les gustaba -cierro apresurado, antes de cualquier gritito maricón y más hueveo.
-Sí... pero la U me cambió. A los dos -Roberto y la Chile y el Che y Pío Nono. Y un suspiro, otros sorbos de roncola y yo pensando: “Qué bueno que me salí de ahí. Creo”.

A Fluck of Seaguls. Buen pelo. Quizás lo hubiera usado así, pero llegué muy tarde a los ochentas. Es más, me los perdí. En la Blondie a nadie le importa, en todo caso. Harto glam y viejos cracks de la movida, de esos que se alegran del boom del kitsch; abrazados a sus contemporáneos como hippies alrededor de una fogata en Piedra Roja, meneando sus fofos culos de oficinistas de Lunes a Viernes. Mirarlos me reconfortaba. Mi culo igual ondeaba en flacidez, pero digna y bien llevada debajo de los jeans de diseñador que alguna vez me regaló Sofía, la nueva chica Giordano.
Me había fumado un pito gigante, lo que no afectaba en nada mi rendimiento en la pista. Una que otra mirada capté, al menos, lo que era más que suficiente para olvidar la última noche que había estado ahí, y lo caga-onda que me había soltado encima Julia hacía poco. Jodida la mina. Jodida la vida. Jodida la música. Jodida de buena.
“Bonita polera” oí entre los beats de Devo. Me volteé y se abrió paso entre el humo una silueta de mujer con cara de mujer que sonreía como mujer en mi dirección. Le devolví el gesto (como hombre), al tiempo en que mis neuronas conectaban para hacerme recordar lo que olvidaba al salir de casa: cambiarme por algo decente la camiseta de Sofía que yo usaba para dormir. Pero seguí mostrando los dientes en actitud indiferente y dije: “¿Te gusta? Es de los Cariñositos. Kitsch, ¿no cierto?”. Ella rió y contestó: “Súper”.
Sin muchas palabras más nos pusimos a bailar mientras se sucedían los clásicos y los no tanto en pantallas y parlantes. Al principio, pensé que la mina sólo quería sacarme algún copete gratis y después seguir su camino, pero con el pasar del tiempo, vi sinceridad en sus sonrisas y, no sé, me quedé pegado en ella. Pegadísimo. Siempre me pasa con la yerba.
Las luces se prendieron y recién ahí desperté de mi trance. La mina, que hasta ese momento llevaba como dos horas conmigo, se metió los dedos a la boca y chifló en señal de protesta. Algunos hicieron lo mismo, mientras la demás gente se agolpaba en las escaleras para salir. Miré alrededor, sacudiendo las últimas moléculas de THC fuera de mi cerebro, y la perdí de vista. No me sorprendí. Las minas casi siempre se escapaban de situaciones así, especialmente conmigo. Al menos tenía el consuelo de haberla observado muy bien durante toda la noche, y sus detalles no se borrarían fácilmente de mi retina.
Subí pajero los escalones, y cuando me aprestaba a recorrer los últimos pasos hacia la puerta, sentí un brazo que me tomaba del mío. Miré hacia atrás y ahí estaba ella. “No me esperaste. Me estaba despidiendo de mis amigas, no buscándome otro mino”, dijo, en un divertido reproche.
Pasamos un buen rato en el paradero. Estaba fascinada escuchando mis historias de los noventas, y no ponía ningún interés en las micros. Me hacía sentir especial, y viejo a la vez. Se notaba que no superaba los 25 años, o si lo hacía, su cuerpo pequeño y delgado nunca los demostraría. Me encantaba, y no quería que la noche acabara. Entonces, de sorpresa, el sol amenazó con salir. Ambos hicimos el gesto de mirar la hora, y luego nos dimos cuenta de que sólo faltaba decir “Chao”.

-Bueno... -empezó ella, mirando al horizonte-, ahí viene mi micro.
-Claro... -seguí yo.
-Anota mi fono.
-OK -ingresé su número en mi celular, luego lo hice llamar, hasta oír que su carterita vibraba.
-Saliste desconfiado.
-Nunca se sabe...

El bus amarillo finalmente llegó hasta nosotros y se detuvo en el semáforo de la esquina. Ella se acercó a mí, me dio un abrazo bastante efusivo y un beso en la mejilla. Luego, caminó rápido hacia la puerta abierta del vehículo.

-Oye -me gritó por la ventana de la micro-, la próxima vez, fíjate bien en las poleras que comprai. Ese nunca fue un Cariñosito. Es un oso medio gay abrazando un corazón que dice I love you.

Me cagué de la risa y le respondí que ya sabía. Su micro partió y yo crucé la Alameda para tomar la mía. Recién en mi cama caché que nunca me dijo su nombre.

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