lunes, 27 de agosto de 2007

ALTERNO. Capítulo 6: Zigzagueando por la vida.

Dejé el pituto de la revista de novias (me tenían chato los artículos mamones y los vestidos blancos), y empecé una pega más interesante en la Miss 17. Al menos las pendejas tenían su qué. Por otro lado, la convivencia con mis viejos se hizo mucho más pasable. Era nada más cosa de conocerlos, entenderlos, compartir con ellos. Sí, compartir...
Encontré a mi papá fumándose un pito en el baño. Nunca en mi vida imaginé semejante aberración, pero ahí estaba el viejo, relajado; dándole pulmón a un cigarro de yerba. Pensé que no me había visto, y de seguro él pensó que no lo caché, y pasaron unos días hasta que me pilló con mi pipa en el ático. Pese a la sorpresa, ninguno habló. Él se sentó a mi lado y tomó la pipa de mi mano. Fumó un poco y me la devolvió; luego fumé yo y repetimos el proceso. Seguimos así toda la tarde; mi papá, un viejo de sesenta y seis, y yo, echando el humo por la ventana. Parecíamos pendejos de quince. Fue algo insano, insólito; y una incomparable experiencia padre-hijo; que se repitió periódicamente desde ese momento. “No le cuentes a tu mamá, Ñato.” “Sí, papá, tranquilo.” “Era el copete o esto.” “¡Tranquilo, viejo! Deja de calentar la pipa y relájate. De aquí no sale”.
Aún recuperándome del asombro con mi papá, sorprendí a mi madre poniéndole el ingrediente secreto a sus queques, tan populares entre las viejas del barrio. “Huevos, harina, azúcar y cogollos. Con razón te va también con el negocio.” Adivinen lo que me contestó: “Ñatito, mi amor; no le contís nada a tu papi. Si se entera que le saco sus cosas...” “Vieja, no te preocupes. De aquí no sale. Eso sí, vai a tener que soltarme el queque.” (Me refería a uno de los que tenía sobre la mesa, claro).
Alucinado (literalmente) con mi nueva camaradería familiar, la vida parecía marchar re-bien. No tenía atados de lucas ni conflictos existenciales, y saber que la presunta relación tortuosa de mis viejos se sostenía por el amor, la rutina y las drogas, bueno, me daba bastantes razones para sonreír. Aunque era difícil hacerlo de vez en cuándo. Me faltaba mina. Mina, hijos, y un perro culiao’ rompiendo y meando todo en mi casa perfecta.

-¿Te acordai de la otra vez, o no?
-Sí, osea, no como un grato recuerdo. Una anécdota de aquéllas: mi primera y última noche en el Bokhara.
-Para mí no fue la última.
-Tampoco la primera, por lo que me contaste cuando bailabai Madonna curado. Pero te entiendo, hueón. Quién mejor que yo para decirte que porque te gusta cierto estilo de música, no necesariamente eris hueco. Si tú vai pa’lla por la música nomás, ¿cierto?
-Sí... eso te dije.

Levanté mis ojos del pitcher en medio de nosotros. Miré a mi alrededor y le indiqué a Roberto que se acercara a mí. Nos inclinamos un poco sobre la mesa y, en voz baja, le pregunté: -¿Sólo vai por la música, no?
Desde su negación con la cabeza pasamos a terrenos más pedregosos. Sabía que el que hubiera tenido una experiencia homosexual por ahí no significaba que él lo fuera; pero pronto mi teoría se hizo humo al enterarme de que ni siquiera las tenía contadas, y no porque fueran pocas. No había remedio: mi amigo era gay. El problema era que estaba casado; y el atado era que se acababa de enterar que su señora había quedado embarazada. Entonces me acordé de Julia. ¡Puta que es injusta la vida, Señor!

Ya eran mediados de Noviembre. Lo sabía porque el sol salía temprano y no se iba nunca, alargando los días para pensar en el rollo de mi amigo. Me había dejado bien cagado la cosa, no sólo porque no podía (ni sabía) ayudarlo; era más esa sensación de impotencia que me quedó, de cómo Dios puede ser tan maricón de repente con ciertas personas, conmigo mismo incluso. Además estaba Julia. Supe que el alemán hijo de puta se había ido de la casa y estaba terminando unos negocios para volver a su país y dejar definitivamente su matrimonio botado. Y no es que ese asunto me debiera importar mucho. La mina en verdad se había portado como el hoyo conmigo, y su buena acción de la otra vez no estaba ni cerca de remediar lo que me había hecho a lo largo de los últimos ocho años. Por eso llegué a alegrarme un poco de su desgracia, de su recién adquirida soledad. Pero esa soledad empezó a carcomerme los días, esos largos días, y después las noches.
Me desvelé una semana corrida pensando en ella, y para la última hojeada al celular a las 4:30 de la madrugada del Domingo, exploté. Salí a caminar por Irarrázabal con un buzo ordinario que usé para correr un par de veces en mi vida y dejé tirado al olvido. Pese a la fecha, el frío me tenía hecho cubo, y las imágenes que evocaba de ella me derretían los pies con cada paso que daba lejos de mi celular, de su número, del reencuentro. Hasta me temblaban las manos por echarle un par de gambas a cualquier teléfono público que se me cruzara. Pero no. Necesitaba despejarme, escapar de mi obsesión por ella y no volver a ceder a la tentación. Porque de tanto pensar en Julia me sentí enamorado de nuevo; de su cama, de sus tetas que no cedían al paso del tiempo y de no sé qué mierda que me atraía tanto en ella. Y ahora que estaba sola, yo solo, ambos solos...
Llegando a Vicuña Mackenna, el sol cumpliendo su amenaza de salir y distraído con mis pensamientos, le pegué una patada a una botella que estaba al borde de la cuneta. Naturalmente, con la mala cueva que me caracteriza en ciertas ocasiones, la botella se hizo pico en la calle y los góticos que estaban a mi alrededor corearon un “¡Ahueonao’!” que me hizo hervir la sangre. Les iba a gritar unas puteadas a esos culeados del Bal Le Duc, cuando uno de los dueños del copete esparciéndose por la avenida me miró con una cara familiar. Sin llegar a reconocerlo del todo, alguien tocó mi hombro.

-¡Hola, desaparecido! -me dijo la niña cuando volteé.
-Hola, tú -respondí, sin atinar a nada.
-Nunca me llamaste -dijo, sacando su celular con una huevada luminosa colgando.
-Ah -recordé esa vez en la Blondie. Pensé en llamarla en un par de ocasiones de calentura extrema, pero solo tenía su número bajo el nombre asadfsff.
-Llegando a mi casa me acordé que no te había dicho cómo me llamo.
-Sí, bueno, a mi me pasó lo mismo -respondí, mirando de reojo a su acompañante, un hueón flaco, pelo despeinado, barbón y un poco afeminado, que miraba con dolor el licor que ya a estas alturas se evaporaba del pavimento con la luz del amanecer-. Oye, sorry por lo del copete, chiquillos -me sentí un viejo culiao’ diciendo esto-. ¿Les puedo comprar algo?

Terminamos cagados de la risa en mi pieza, tomándonos unas piscolas y fumando unos caños al desayuno. Estuvo increíble. Ya para las una, estábamos tirados en la alfombra durmiendo la mona. Desde ese momento no tuve más insomnio. Es más, luego de que ellos se fueron sin que mi mamá les alcanzara a ofrecer once, volví a dormir y no desperté hasta el Lunes a la hora de almuerzo. Ahí, mientras comía, pensé cómo tres personas pueden estar tantas horas juntas sin decirse sus putos nombres.

Desconocido llamando.

-¿Aló?
-¿Me vas a decir tus nombre de una buena vez?
Risas.

-Hola, pos.
-Hola, chica. Bueno, ¿y?

Más risas.

-Ya, tan ansioso. Yo me llamo, tatatatan: Montserrat, pero me dicen Monse. ¿Y tú?

“¿Yo? Un caliente de mierda nomás, señorita”.

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