jueves, 17 de mayo de 2007

ALTERNO. Capítulo 1: Primer quiebre.

Me dí cuenta al estrellar mi vista con aquel huevón, un narigón flacuchento que se desplazaba etílicamente entre la gente que repletaba el lugar, que estaba bailando sobre el “cubo”. Yo, un profesional joven exitoso C2, cual go-go dancer, bailando Duran Duran, embutido en mi gabardina de 50 lucas, acompañado por maricones y viejas de mierda; meneándome sobre una enclenque estructura de madera. “Patético”, parecían gritar esos ojos punzantes y vidriosos clavados en mí.
¿Cómo chucha había terminado arriba del cubo? ¿Cómo? Me bajé de ahí lo más rápido que pude, agobiado por esta pregunta y el miedo a encontrar su respuesta. Luego, una piscola más fuerte me catapultó de vuelta a la pista de baile y todo quedó en nada, diluido entre el alcohol y el ritmo del especial de Depeche.
Treinta minutos después, me encontré. Cansado, sudado, curado, muerto. El espejo no mentía. Era yo: viejo, ido; perdido en el baño de la Blondie. Una vez más. Quizás la última, si es que mi corazón decidía darme otra sorpresa. Tantas cosas. Tantas putas cosas que pensar, decir, hacer. 32 años sin hacerlas. 32 años y allá de nuevo, en el baño de la Blondie, pegado mirándome en el espejo, con el pelo recién mojado en un arrebato por tratar de mejorar mi facha, hacerme deseable, como un pendejo. Un pendejo culiao’ buscando mina. “Tal vez otra piscola”, pensé. Busqué en mi bolsillo. Dos lucas.
En el taxi pensé que tuve que haber sido más aperrado y haberme comprado ese último copete. Cuando más joven no me hubiera importado mucho quedarme sin plata. Sumado a las condiciones en las que me encontraba, cuando más joven sí que no me hubiera importado. Autodestrucción total. Pero tenía que trabajar el Lunes.

Caminé rápido las tres cuadras que las lucas no cubrieron, subí los cuatro pisos que me separaban de mi departamento y, tras varios intentos, logré enchufar la llave en su sitio para poder entrar. No prendí la luz, error que me llevó a tropezar intermitentemente hasta llegar al baño.
Me senté a cagar. Me lavé los dientes. Vomité un poco. Me los lavé de nuevo.
Trastabillando, entré a mi pieza. Estaba tan oscura. Ideal para tirarse a la cama y morir. Eso fue lo que hice, sólo que un detalle faltó.

-¡Mierda! -grité, cagado de susto al sentir un bulto sobre mi lecho.

Se prendió la luz. Era ella.

-Disculpa, no sabía que estabas aquí todavía -le dije.
-No te preocupis -contestó, bostezando como si nada-. Es mi culpa por no haberme ido hoy como dije.

Sofía, mi querida Sofía. Linda, preciosa, diosa del Olimpo. Era ella en mi cama, pero no era ella a la vez. Ya no desde hacía unas horas. Verla con pijama lo corroboraba. Solíamos dormir en pelota.
Así que me acosté en el sillón. Hacía más frío que la mierda, y yo congelándome en el living, sin poder dormir. Supongo que Sofía tampoco durmió. Qué desperdicio de una buena cama y órganos sexuales completamente funcionales.
En la mañana, el sol pegando fuerte sobre mi cara, vi que ya estaba todo dicho. Las huevadas con las que había tropezado en la noche eran sus maletas. Se iba. Con ella, también partirían mis sueños de una familia feliz all inclusive (dos hijos rubios, casa blanca de madera, auto familiar y perro mamón). No podía dejar que eso pasara. De pronto, la luz: debía evitar que se fuera. Está bien, fui un pastel, y me merecía lo que me estaba pasando. Pero, ¿cómo no aferrarme a ella? No podía quedarme de brazos cruzados.
Entré a la pieza. La puerta entrecerrada del baño me dijo dónde estaba.

-¿Puedo entrar? -pregunté, sintiendo que era estúpido pedir permiso si pensaba en todas las veces que la había visto desnuda. Pero me dijo que no.

Esperé unos minutos afuera del baño. Me sentaba, me paraba, daba vueltas en círculos y me volvía a sentar. Una sensación odiosa no soltaba mi estómago. Mientras, en mi cabeza trataba de unir las palabras perfectas para lograr la reconciliación. Entonces, en medio de mis cavilaciones, la puerta se abrió y apareció ella, secándose el pelo holgadamente con una toalla de mano. Por un par de segundos se me olvidó todo lo que había logrado sacar en limpio. Cuando pude recordar, sus ojos hermosos y delatoramente húmedos, me hicieron perder la batalla sin siquiera lucharla. Debía irse. Es más, debía agradecerle a Dios el que no se haya ido antes. Nunca la merecí y, aunque ahora todavía me duela decirlo, ella tampoco se merecía a un imbécil como yo.

Deseé tener un auto para poder ir a dejarla a la casa de sus viejos y alargar así por algunos minutos (o varios, si es que el taco nos pillaba); la despedida. Lamentablemente, me tuve que conformar con hacerme una hernia bajando sus maletas a la calle y llamar al radiotaxi que vino por ella un rato después. Luego, ese puto “chao” que me dolió hasta el alma, y el auto que se alejaba con esa mujer que me dio tantas cosas que ignoré cuando las tuve.
De vuelta en el departamento, lloré hasta que oscureció. Sentía que no la volvería a ver. No tanto porque ella no quisiera hacerlo, si no porque sabía que no podría mirarla a los ojos sin recordar las mariconadas que le hice. Por eso, prefería olvidarla.

El Jueves, el primer happy hour después de la ruptura, parecía un funeral. Lo irónico es que yo era el único que, al menos, intentaba fingir que todo estaba bien, que no me dolió terminar con la mina que me acompañó por dos años y fracción. Pero ahí estaban mis amigos con cara de pico, incitándome al bajoneo.

-Hueón, sabemos que estai pasándola como el hoyo. No finjai -soltó Roberto, siendo el primero en ir directo al grano.
-¿Fingir? Para nada. Ya era hora de que cada uno tomara su rumbo.
-¿Pero tú la amabai o no? -preguntó Javier.

Medité. Quizás nunca la amé. Me gustaba, me calentaba, me encantaba estar con ella... pero eso no evitó que la cagara con mi ex jefa. Una y varias veces.

-Creo que no -contesté al fin. Terminé mi Tom Collins de un trago y pedí otro. Sabía que la conversación se alargaría demasiado por mi respuesta.

En efecto, un par de horas y varios tragos después, pasamos por la risa, el llanto y todos los estados intermedios. Qué par de huevones más jodidos para acompañarlo en el dolor a uno. Imposible no quererlos.
Cerca de las 12, llegó el fin de la velada. Mis amigos se pararon y caminaron a la puerta, mientras yo esperaba que la mesera rica volviera con el vuelto. Entonces, miré hacia afuera y la vi. Bueno, su foto. Sofía, más hermosa que nunca, pegada en el costado de una micro, promocionando una marca de ropa. “Se ganó la campaña”, pensé. Todo parecía prever que no desaparecería muy fácilmente de mi vida.

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