martes, 29 de mayo de 2007

ALTERNO. Capítulo 2: Retomando mi vida.

A mediados de Junio cumplí mi primer mes de soltería en dos años, congelándome en un departamento devastado por la ausencia de mi ex (y su DVD, su equipo y su suscripción a VTR). Derrotado y solo, aburrido y muy caliente, sucumbí al Kike Morandé y a toda la pudrición del trasnoche de la televisión abierta, hasta que en un zaping me encontré con las tetas de Katina Huberman y mi nuevo placer culpable: “Los Treinta”.
Noche tras noche, incluso algunos fines de semana, me deleitaba con las deidades de la crème de la crème en lo que a atributos físicos y falta de pudor se trataba, culeando sin tregua en horario prime, en el canal de todos los chilenos. Triste, quizás; pero era lo mejor que encontré para paliar la falta de mina y llenar de manchas las sábanas impecables que compré para reemplazar las antiguas, impregnadas del olor de Sofía y los recuerdos de tiempos mejores que evocaba en mí.
Un día, en uno de los ya institucionalizados happy hours en Suecia, confesé ante mis dos grandes amigos lo que consumía mis noches y gran parte de mis secreciones seminales. Ambos se miraron con esa pausa que precede a un hueveo de magnitud insospechada, y me subieron al columpio para no bajarme hasta que las piscolas se calentaron en sus manos. Fue ahí cuando, dándole un pequeño descanso a sus faringes raspadas de risa, y sin más anestesia mediante que el contenido alcohólico en sus venas; abrieron sus corazones a modo de clóset, y al unísono admitieron que también eran parte de la moda treintañera. Eso y que, aunque no disfrutaban de la nariz de Katina, tan voluptuosa como sus curvas; admiraban y le rendían culto a ese culo que le daba sentido a la trama de tan mediocre producción televisiva.
Ya en el segundo pitcher, pude vislumbrar que la conversación no dejaría de girar en torno a la mentada serie, así que, entre animado y resignado, le seguí el ritmo a la cosa y me dejé llevar por los insondables caminos del sinsentido.

-...me encanta el personaje de Pancho Melo. Le veo futuro a ese hueón -arriesgó Roberto, empinándose un shop recién salido del pitcher para tres.
-Yo no, pero puta que envidio el desfile de minas que ha pasado por su cama -sentencié.
-¿Lo envidiai? Pero si tú estai soltero, maricón. ¿Por qué chucha no hacís lo mismo? -atacó Javier. Me quedé callado y me escondí en el vaso. Tocó una fibra delicada.

Recordé a Sofía. Si algo nos sobró fue buen sexo. En todo el tiempo que estuvimos juntos, fue lo único que siempre anduvo bien, y si la cagué con mi ex jefa fue porque... en realidad, no sé porqué. Sólo lo hice. Mis únicas infidelidades fueron con ella, y ahora que estaba solo de nuevo, ni la falta de sexo me daba las agallas para volver a intentar algo con una de ellas, ni con alguna otra. Tenía a las dos mujeres tatuadas prácticamente en mi cama, y, más que nada, en mi cabeza y mi entrepierna.

Cachando que la había cagado, mi amigo, ayudado por nuestro otro compadre, salió al paso volteando la cháchara hacia la otra característica primordial de la teleserie antes comentada: el revival de los ochentas; tema que les dio para darme una lata de la que sólo me salvó el fin del happy hour. Porque si a la mayoría de la gente de mi generación el sólo rozar la temática ochentera los hace entrar en una especie de éxtasis memorabílico, a mí me hace sentir como un mocoso de 20 que se enteró de lo que fue la Dictadura estudiando historia de Chile en el colegio. Lo malo de esto es que no dista mucho de la verdad.

Mientras nuestro país vivía horrores y riquezas, hubo gente que casi ni se enteró. Gente como yo y mis viejos, escondidos (sin siquiera saberlo) del Pinocho y sus esbirros, viviendo en un pueblo que parece que nunca se había agregado en los mapas y que creo, nunca tuvo nombre. Este pueblo, botado en algún rincón de la Octava Región, fue mi hogar durante toda mi niñez y adolescencia.
Mi viejo, un alcohólico arrepentido y entusiasta miembro de la Iglesia Evangélica, estaba convencido de que la ciudad, fuese cual fuese, era el peor centro de corrupción que existía, por lo que, durante mis primeros años, procuró mantenerme alejado de ella. A cambio, me entregó la mejor educación que el negocio familiar de los huevos puede dar, complementada un poco por las enseñanzas de la Biblia y la escuelita rural más cercana. De tele, radio y demases, nunca supe. Los lindos cerros que rodeaban las inmediaciones del pueblo nunca permitieron que alguna señal llegara hasta allí, y mi papá no estaba muy preocupado por eso. Es más, se podría decir que hasta se alegraba. Los medios también corrompían.
Mi mamá, pese a ser más bien nula en jerarquía e iniciativa dentro de nuestro hogar, me dio mucho cariño y se esforzó en demostrarme que, pese a que mi viejo y sus reglas eran bastante estrictos, en el fondo todo era una muestra de su amor por nosotros; cuento que no me tragué hasta que cayó enferma. Corría 1990 y el país, nuevamente, había cambiado. Mi papá, también. Desesperado por la enfermedad de mi vieja, que los doctores de la zona no podían curar, tomó la decisión más radical que había tomado desde que yo tenía uso de razón: llevarse a mi mamá a la capital. Desde ese momento, nuestra vida sí que cambió.
Pasaron tres semanas eternas. Hice mi mejor esfuerzo, pero la ausencia de mi papá en el negocio se notaba. Solo, se me fue yendo a pique hasta casi la ruina absoluta. Lo único que me mantenía firme era la esperanza de que mi viejo volvería pronto, con mi mamá completamente recuperada. Pero eso no ocurrió. Un día, de la nada, apareció un auto negro que se veía bastante lujoso en comparación con las camionetas ordinarias que estaba acostumbrado a ver. De éste, se bajó mi papá, solo. Me temí lo peor.

-¿Y mi mamá? -pregunté, casi a punto de largarme a llorar.
-No te peocupis, Ñato -me dijo mi viejo-. Anda a la casa y ayúdame a armar las maletas. Nos vamos a Santiago...

Cuando volví a mi departamento del Parque Forestal, y después de ver “Los Treinta” medio cocido, me puse a revisar algunas fotos de aquellos años. La más antigua era una que nos sacamos frente a la casona del abuelo Carlos, parte de la cuantiosa herencia que le dejó a mi papá después de 30 años de abandono y que él se había negado a recibir por orgullo. Pero la necesidad pudo más que viejos rencores, y la capital más que el campo. Mi vida se armó de nuevo aquí. Mi vida...

-¿Aló, quién es? -pregunté, sabiendo quién estaba del otro lado de la línea.
-Hola... -la voz de Sofía sonaba un poco preocupada-. Me gustaría que nos juntáramos a hablar. En buena.
-Oye, si yo estoy todo el rato en buena -respondí, sin poder evitar un cierto sarcasmo en mi voz-. Los dos somos adultos, podemos conversar como gente civilizada, creo. Aunque, en realidad, no sé de que podríamos hablar. Creo que ya está todo dicho. Supongo que por eso no he sabido nada de ti desde que te fuiste.
-No empecis, por fa... -dijo, con ese tono que dificultaba cualquier discusión con ella.
-Bueno, ya. Juntémonos.

Desde que colgué hasta que salí de la pega al otro día, no pude dejar de preguntarme qué significó esa llamada a las 12 de la noche. ¿Qué quería decirme? ¿Existía algo tan importante para no poder decírmelo por teléfono? Tal vez sí. Había un tema que me tenía preocupado, que me persiguió durante toda la espera a la cita, y que me atacó más fuerte mientras caminaba las tres cuadras que separaban mi oficina en Santa Magdalena del café del Drugstore.
Al verla sentada ahí, tan linda, con un nuevo look y aparentemente más rellenita, mis sospechas parecieron confirmarse. Aún así, traté de mostrarme tranquilo. Quizás no sería tan grave. Plata no me faltaba, ni mucho menos a ella. Podríamos afrontarlo. Además, por cursi que suene, la idea no me parecía nada de mal. Podía ser mi boleto de vuelta a su vida; al buen sexo y la buena compañía. Y la familia feliz. Y la casa, el perro mamón y todo lo demás.

-Hola -me saludo al verme llegar. Su mirada era dura, como cuando le conté todo el día del fin. Como no se paró ni hizo siquiera un ademán de movimiento, me detuve a medio camino del beso en la mejilla y me senté frente suyo. Entonces, ataqué de una.
-¿Estás embarazada?

Me miró como si hubiera dicho que su mamá se hizo un lifting en el culo (que, en realidad, era el único lugar en que no se lo había hecho). Después, revolvió el café que tenía en su puesto y dijo: “-¿Eris huevón o qué? ¿Creís que las pastillitas que me tomaba eran candys? No, no estoy embarazada.”
Respiré hondo y suspiré. Una sensación rara de pena y alivio recorrió mi cuerpo.

-Entonces, ¿qué querías hablar conmigo?
-¿Quieres un café o algo? -preguntó, evasiva.
-No, sólo quiero saber...
-Bien. Ya veo que, como siempre, te estai pasando mil rollos por segundo. Te voy a decir altiro mejor. Estoy saliendo con alguien.

¡BANG!

Un balazo. Eso fue lo que me dio Sofía con esa revelación. De pronto, en menos de tres minutos, había perdido a mi hijo y la posibilidad de volver con su madre; que, estando con otro, se daría cuenta de que yo era una mierda que no valía la pena. Me arrepentí de no haber aceptado ese café, aunque me hubiera ayudado mucho más una botella de vodka. Inyectada a la vena, por supuesto.

7 comentarios:

  1. GUAUUUU QUE RELATO!!!

    De casualidad llegué a tu relato y me gustó mucho, yo hace un tiempo estoy intentando escribir algo pero se me ha hecho súper dificil...

    (http://tutulero.blogspot.com)

    Saludos

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  2. Parece que el comentario anterior no salió, bueno mis felicitaciones por tus relatos están súper bueno.

    Yo estoy escribiendo como hobby y puedes leer parte de mi obra prima en http://tutulero.blogspot.com

    Saludos

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  3. Hola, muy interesante el articulo, saludos desde Chile!

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  4. Interesante post, estoy de acuerdo contigo aunque no al 100%:)

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  5. Suena bien, me gusta leer tu blog, acaba de agregar a mis favoritos;)

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  6. hola, Chicos, Dulce sitio web, yo no hubiera venido a través de su blog en las búsquedas! Continuar el trabajo excepcional!

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  7. ¿Cuáles son las palabras ... gran idea , una gran

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