Se comenta en todos lados la decisión del ex presidente de no asistir a la junta del consejo o qué se yo del Transantiago; mandando una carta en cambio, donde se adjudicaba la responsabilidad sólo del diseño del dichoso plan, pero no de la implementación. Y el pelado tiene razón: sólo es culpable del pésimo diseño de esta huevada que estaba destinada a cambiarle la cara al transporte público capitalino, y qué sólo logro cambiarle la cara a los millones de chilenos que nos vimos, de la noche a la mañana, sin micros y con un metro más abarrotado que bus de la India.
Pero, si el corrupto de Lagos no tiene la culpa, entonces, ¿quién? Pues la Gordis. Bajo su “gobierno” (si es que los académicos de la lengua me perdonan por usar erróneamente el término), aparte de todas las otras cagadas que han sucedido, se implementó el Transantiago. Y cómo se implementó. Los empresarios se pasaron por la raja toda ética, guardando sus gigantescas flotas de buses y sacando 2 a 3 micros cada hora. Los bancos, ni se vieron. Y, la famosa e internacionalmente reconocida empresa Sonda, encargada de los GPS (que aún no funcionan) y de cuánta maravilla tecnológica se prometió hace ya dos años, se arrancó con la plata, dejando el contrato arrugado dentro de algún basurero, con evidentes marcas de haber sido usado para limpiarle el culo a un ricachón hindú.
Me pregunto a mis adentrores… ¿de qué sirve ser presidente, si no tienes ninguna influencia sobre lo que pasa en el país; y, más aún, con contratos firmados con tu mismo gobierno? Bueno, eso queda para la Gorda. Ojalá se le ocurra pensarlo un día. Por mientras, los capitalinos seguimos timados.
PD: aunque no sea responsable de la implementación, Lagos vale callampa. ¡No a la reelección!
domingo, 4 de noviembre de 2007
lunes, 22 de octubre de 2007
ALTERNO. Capítulo 9: Final.
Año Nuevo. Champañazos, abrazos locos, calzoncillos amarillos. La Torre Entel chispeando colores. Algunos bocinazos. Pobres hueones que celebran camino de algún lugar, o sólo salieron a dar vueltas para ver la felicidad de otros y olvidar la mierda en la que vivieron el año anterior; que continuará sin cambios el año que acaba de comenzar...
Mi papá detuvo el auto un par de cuadras antes de mi departamento. Sacó una cajita metálica de anilina de su bolsillo. La abrió. Dentro tenía una Ziploc muy doblada con algo de yerba. Armó un pito, sin prisa, tan relajado como la ausencia de pacos y gente a las 1 A.M. se lo permitía. Terminado de enrollarlo, me lo pasó. Dejé a un lado la botella de champaña a medio acabar que robamos de la comida en la casa e hice los honores.
-2006. Año Nuevo, vida nueva, dicen, ¿eh? -me dijo.
-Sí -contesté, reteniendo el humo.
-Voy a echar de menos esto -mostró el pito mientras se lo llevaba a la boca.
-Yo igual. Pero no podías pensar que me iba a quedar el resto de mi vida allá, viejo. Ya estaba incómodo en la casa. No soy un cabro chico, ¿cachai?
-Te cacho.
Una vez que el pito empezó a quemarnos los dedos, nos dimos un buen abrazo, con un par de lágrimas incluidas; cerrando así la despedida que veníamos arrastrando hacía cinco días. Luego, terminé el camino inconcluso a mi departamento para cambiarme la ropa formal que mi mamá nos obligaba a usar durante la cena, por algo más cómodo, y ojalá metrosexual. Comenzaba la cacería.
Llegué al Club Hípico cuando la cosa ya estaba armada. Con un barrido rápido logré captar al menos 5 o 6 minas que sobrepasaron con creces mis expectativas, y eso era sólo la entrada. No podía esperar a ver el resto.
Recorrí los distintos ambientes de la fiesta con cierto apuro, sentía que el amanecer estaba muy cerca y quería sacarle el máximo de provecho a mis lucas y a la primera noche del año. Emprendí, entonces, la ruta a la primera parada –obligatoria, por lo demás- de cualquier evento del que esperaba sacar algo más que un baile mamón y una larga cola al baño. Me estacioné en la barra. Tenía que regar la matita del desplante.
Ya humectada mi garganta, me abrí paso entre la algarabía desatada de la gente, agitando mi cuerpo al ritmo de la música, cuidando mi piscola como un amuleto sagrado. Buscaba por aquí y por allá, entre góticas, britpop y quién-sabe-qué, a la que podría ser la elegida. De repente, veía a una que parecía que también me veía a mí, entonces me acercaba de a poco, quizás con uno que otro movimiento pélvico, sacudiendo el queque un resto; y alunizaba muy cerca de la dama en cuestión. Un baile, dos bailes, y si no aparecía la química que buscaba, chao. Había suficientes mujeres para regodearse.
Ya como a eso de las 4, el regodeo había sido mucho y no había caído nada. Eso era preocupante. Y de la preocupación venía el copete, para relajarse. Entonces, de nuevo a la pista, más bailes, y nada ni nada. Más preocupación. Estrés. Luego el remedio y de vuelta al ciclo. Así me dieron las 5.
Hecho bolsa, y con la vejiga no mucho mejor, comenzó la búsqueda del baño. Y, ¿qué pasó? Lo obvio: baños llenos hasta el tope. “Bueno, a los arbustitos nomás”, pensé. Decidido, allá fui, pero me encontré con un obstáculo... si se le podía llamar obstáculo a ella. Melena crespa, morena, estatura media y bien formada. Sencillamente preciosa.
Nuestros ojos chocaron, ella me sonrió, yo le devolví el gesto. Caminé, ocultando lo más posible mi tambaleo madrugado, y la saludé. “Hola, ¿quieres bailar?”; “Sí”; “Ya pos”. Una, dos, cinco, diez canciones. Y, de ir al baño, ni hablar. Total, a la primera canción ya me había meado entero. Pero el calor del baile, la noche, la química, o qué se yo; no sólo secó mis pantalones sin que ella llegara a notar algo. Nos llevó derecho a su departamento en aquel taxi mágico que nos esperaba, cual limusina, en Blanco Encalada.
Una buena ducha juntos (que sugerí por razones obvias), masajes, y los cinco minutos del mejor sexo que le pude dar en las condiciones que me encontraba, la dejaron bastante contenta. ¿Yo? Creo que también. Un buen comienzo de año. Nada más. En su cama dejé a Monse, Sofía, y Julia. Se quedó con mi 2005, y con un número de celular que inventé para salir de ahí y no volver a verla. Quizás odie a las mujeres, o a mí mismo. Prefiero estar solo a hacer sufrir a otra mina para descubrirlo. Sufriendo yo de paso, claro.
Mi papá detuvo el auto un par de cuadras antes de mi departamento. Sacó una cajita metálica de anilina de su bolsillo. La abrió. Dentro tenía una Ziploc muy doblada con algo de yerba. Armó un pito, sin prisa, tan relajado como la ausencia de pacos y gente a las 1 A.M. se lo permitía. Terminado de enrollarlo, me lo pasó. Dejé a un lado la botella de champaña a medio acabar que robamos de la comida en la casa e hice los honores.
-2006. Año Nuevo, vida nueva, dicen, ¿eh? -me dijo.
-Sí -contesté, reteniendo el humo.
-Voy a echar de menos esto -mostró el pito mientras se lo llevaba a la boca.
-Yo igual. Pero no podías pensar que me iba a quedar el resto de mi vida allá, viejo. Ya estaba incómodo en la casa. No soy un cabro chico, ¿cachai?
-Te cacho.
Una vez que el pito empezó a quemarnos los dedos, nos dimos un buen abrazo, con un par de lágrimas incluidas; cerrando así la despedida que veníamos arrastrando hacía cinco días. Luego, terminé el camino inconcluso a mi departamento para cambiarme la ropa formal que mi mamá nos obligaba a usar durante la cena, por algo más cómodo, y ojalá metrosexual. Comenzaba la cacería.
Llegué al Club Hípico cuando la cosa ya estaba armada. Con un barrido rápido logré captar al menos 5 o 6 minas que sobrepasaron con creces mis expectativas, y eso era sólo la entrada. No podía esperar a ver el resto.
Recorrí los distintos ambientes de la fiesta con cierto apuro, sentía que el amanecer estaba muy cerca y quería sacarle el máximo de provecho a mis lucas y a la primera noche del año. Emprendí, entonces, la ruta a la primera parada –obligatoria, por lo demás- de cualquier evento del que esperaba sacar algo más que un baile mamón y una larga cola al baño. Me estacioné en la barra. Tenía que regar la matita del desplante.
Ya humectada mi garganta, me abrí paso entre la algarabía desatada de la gente, agitando mi cuerpo al ritmo de la música, cuidando mi piscola como un amuleto sagrado. Buscaba por aquí y por allá, entre góticas, britpop y quién-sabe-qué, a la que podría ser la elegida. De repente, veía a una que parecía que también me veía a mí, entonces me acercaba de a poco, quizás con uno que otro movimiento pélvico, sacudiendo el queque un resto; y alunizaba muy cerca de la dama en cuestión. Un baile, dos bailes, y si no aparecía la química que buscaba, chao. Había suficientes mujeres para regodearse.
Ya como a eso de las 4, el regodeo había sido mucho y no había caído nada. Eso era preocupante. Y de la preocupación venía el copete, para relajarse. Entonces, de nuevo a la pista, más bailes, y nada ni nada. Más preocupación. Estrés. Luego el remedio y de vuelta al ciclo. Así me dieron las 5.
Hecho bolsa, y con la vejiga no mucho mejor, comenzó la búsqueda del baño. Y, ¿qué pasó? Lo obvio: baños llenos hasta el tope. “Bueno, a los arbustitos nomás”, pensé. Decidido, allá fui, pero me encontré con un obstáculo... si se le podía llamar obstáculo a ella. Melena crespa, morena, estatura media y bien formada. Sencillamente preciosa.
Nuestros ojos chocaron, ella me sonrió, yo le devolví el gesto. Caminé, ocultando lo más posible mi tambaleo madrugado, y la saludé. “Hola, ¿quieres bailar?”; “Sí”; “Ya pos”. Una, dos, cinco, diez canciones. Y, de ir al baño, ni hablar. Total, a la primera canción ya me había meado entero. Pero el calor del baile, la noche, la química, o qué se yo; no sólo secó mis pantalones sin que ella llegara a notar algo. Nos llevó derecho a su departamento en aquel taxi mágico que nos esperaba, cual limusina, en Blanco Encalada.
Una buena ducha juntos (que sugerí por razones obvias), masajes, y los cinco minutos del mejor sexo que le pude dar en las condiciones que me encontraba, la dejaron bastante contenta. ¿Yo? Creo que también. Un buen comienzo de año. Nada más. En su cama dejé a Monse, Sofía, y Julia. Se quedó con mi 2005, y con un número de celular que inventé para salir de ahí y no volver a verla. Quizás odie a las mujeres, o a mí mismo. Prefiero estar solo a hacer sufrir a otra mina para descubrirlo. Sufriendo yo de paso, claro.
lunes, 8 de octubre de 2007
ALTERNO. Capítulo 8: Secretos y cosas que deberían serlo.
El doctor Pavés me auscultó más de lo usual. “¿Te has estado cuidando?”, preguntó. “¿Por qué?”. “Tus exámenes están excelentes. Parece que volviste a los veinte, hombre”, me dijo, y se rió como si hubiera dicho lo más gracioso del día. Me reí con él un rato. Hacía bien reírse. Y Monse me hacía mucho mejor que las pastillas de mierda que me había hecho tomar este hueón después de mi pre-infarto del año pasado. Así que esa fue mi última consulta con él.
Aprovechando que estaba en el centro, me encaminé hacia República, con la esperanza de encontrar a Monse en su instituto. Como a las tres cuadras empecé a arrepentirme. El calor estaba cerdo y ni siquiera estaba seguro si la encontraría; estábamos a finales de Diciembre y seguramente ella ya ni siquiera estaba yendo a clases. O quizás sí. Aunque no importaba. Sólo quería verla.
Llegando al metro Santa Ana, por la salida de la autopista, se me cruzó un auto. Cuando traté de rodearlo, una voz femenina me detuvo en seco. Quién más: Julia.
-Te veo apurado, ¿necesitas que te lleve? -preguntó.
-No, con mis patitas llego a cualquier parte -le dije. Sólo verla era un cataclismo emocional.
-¿Seguro? Antes tomabas micro para no caminar tres cuadras.
-Sí, bueno, antes era distinto. Todos podemos cambiar, ¿o no? -no sé porqué dije eso último, pero lo dije. Y sonreí.
-Vamos, te llevo -abrió la puerta-. Súbete rápido que estamos haciendo taco.
¿Cómo algo tan rico puede dar tanto asco?
Monse, Monse, MONSE. Me repetí su nombre hasta el final. Después, huí. Volví a mi casa, me bañé, me vestí aprisa y retomé mi camino hacia su instituto. La esperé. Mi cara debía reflejar fidedignamente la pudrición en mi interior. La gente me miraba, los pendejos de apariencia carretera y las minas rumiando chicle y de risas tontas se detenían en mis ojos, y parece se contagiaban de mí. De mi ruina.
Con el sol en mis talones caminé a su casa. Me sentía enfermo, no podría tomar una micro sin vomitarle encima a alguien. Entonces el calor se había ido y un viento frío me apretaba el cuerpo. O pudo haber sido una gota helada la que me congelaba la espalda. Pero no me detenía. Si lo iba a hacer debía hacerlo en ese momento, no habría otro momento con todo tan claro, tan fresco. Ella debía saber. Era lo justo.
Golpeé la reja jadeando. Estaba exhausto. Pero verla aparecer, su sonrisa y un leve gesto de curiosidad, fue todo el descanso que necesité. La calma antes de la tormenta. Luego, pasar, saludar a su abuela que aún me miraba con desconfianza (razón tenía), y la pieza. La puerta que se cerraba tras ella...
-Nunca te hablé de Julia, ¿verdad?
-¿Julia? No, creo que no.
Suspiré hondo.
-¿Te pasa algo? -preguntó.
-Sí. Pasa que soy lo peor que pudo haber pasado en tu vida -otro suspiro y mirada al piso.
Creo que memoricé las migas de pan esparcidas en su piso, a mis pies. Tenía demasiadas cosas que decir, pero carecía completamente del valor para decírselas a la cara. Cobardemente las tiré sobre ella, tartamudeándolas todas juntas. Julia una y otra vez, al comienzo, en mi práctica, luego sus reapariciones esporádicas y, finalmente, el secreto. Aquella puta verdad que gangrenaba mis tripas.
Era 1998, y Julia estaba embarazada de mí. Al parecer, mi esperma de primerizo fue más poderoso que sus anticonceptivos, o algún capricho de Dios creó vida donde nunca debió haberla. Y el error comenzó a crecer. Ella lo supo cuando ya tenía dos semanas. Fue un shock. Yo, el pendejo de mierda, le cagué sus planes, su carrera, su vida. No lo podía permitir. Tomó una licencia indefinida en la pega, y viajó a España, decidida a abortar. Tenía familia allá y, después de aquel procedimiento quirúrgico pasajero, se daría unas buenas vacaciones. Volvería a Santiago relajada, me despediría y nunca más sabría de mí. Fin del problema. Pero el problema no terminó así. Dejó pasar días, y luego semanas antes de acudir al doctor. Finalmente, se dio cuenta de que quería a ese hijo. Nuestro hijo. Quizás no sería tan difícil. De cierto modo, ella me quería, y sabía que, en mi mente de niño, yo la amaba. Entonces la mano de Dios le cortó las alas. Perdió al niño a los tres meses. Aborto espontáneo.
Se sintió culpable por la muerte de su hijo. Pensó demasiado en deshacerse de él antes de quererlo. Se merecía lo que pasó. Al menos, era lo que pensaba. Para recuperarse, renunció a todo y se propuso a empezar de cero allá, en Madrid, lejos de Chile y de mí. Le fue bien. Al menos hasta que su flamante nuevo marido, el germano, empezó a pedirle un primogénito, que por más que ella intentaba, no podía darle. Quizás él era infértil, aunque con un aborto a cuestas, podía ser ella. Pero volvieron a Chile antes de averiguarlo, y aquí estaba yo. Entonces nos reencontramos, y fornicamos. Tal vez procrearíamos de nuevo, como ella quería, o necesitaba. Por eso su egoísmo la llevó una y otra vez a mí, y mi amor enfermo me arrastró siempre de vuelta a ella.
-Hasta hoy -concluí, mirando a Monse de reojo. Su cara ya no era ella. Los ojos se le humedecieron. Me quedé viéndola, intercalando con el piso, los posters de las paredes, los discos, sus lágrimas. No pude hacer nada más. Ya estaba hecho.
-Creo que... -murmuró de pronto- es una historia muy triste... amigo.
¿Amigo? ¿Sólo eso era yo? Le cuento que acabo de cagarla con una hueona de mierda y ella sólo me sobajea el hombro y sonríe compasiva. Quedé perplejo, atontado. Esperaba una patada en las bolas por lo menos, una cachetada, un “maricón culiao’, sale de aquí”. Pero esa pasividad, esa deferencia, realmente no la entendí. Tal vez se hizo la fuerte, la abierta de mente; aunque igual no éramos nada, y el título de “amigo”, por más que doliera, era lo que hace rato la realidad me gritaba en la oreja y yo me negaba a oír. Pero, todas esas señales: las risas, los carretes, la mano que me tomaba de vez en vez, los abrazos... “Me tengo que ir”. Me tenía que ir.
Voy llegando a mi casa y veo un tipo apoyado en un auto con la radio a todo volumen, bebiendo de una lata que no parece de bebida. Es Javier, borrachísimo. Al verme llegar me saluda, con euforia. Me abraza, me besa en la mejilla y me palmotea la espalda. Me hace beber de su cerveza tibia; me presenta a una gorda con chasquilla de araña, también curada, sentada en el asiento del copiloto. Entre el ruido, los palmoteos y el trago amargo me subo al auto. Chirriamos neumáticos y unos cuántos zigzagueos y aceleradas nos dejan en la Plaza Ñuñoa. Javier hace mierda la Redcompra y rellena la mesa de uno de los pubs con unos quesitos y papas fritas, mientras desfila un trago tras otro por nuestros respectivos portavasos. Que la Negra aquí, que la Negra allá (supongo que la aludida es la gorda, que pone cara de ídem), que me echaron de la casa pero me importa un pico, que ahora que el Roberto es hueco, tú eres el elegido...
De un tirón acabamos en la calle Marín, en un edificio al que los autos entran con las luces apagadas a través una cortina plástica. Voy bien cocido, y mi amigo y su acompañante apenas se pueden en pie. De nuevo la Redcompra y una pieza con tres piscolas nos recibe. Que a la Negra le gusta experimentar cosas nuevas, que tú que estai soltero, que somos amigos, que de aquí no sale. Chum pa’entro la piscola. La gorda pone una película porno en la tele, se saca el blazer de oficina y lo tira lejos. Javier se ríe y hace lo mismo con su terno y bota un vaso que cae suave en la alfombra de pelos rosados. Me siento al borde y asumo que estoy lo suficientemente sobrio para entender y negarme a lo que pasará. Pero no huyo. Pido más piscolas -“bien cargadas para la nueve”-, que aparecen tras una pequeña puerta que se abre en la pared.
Mi amigo se empelota rápido, y la gorda le sigue el ritmo. En tiempo récord haciendo el perrito mientras yo lentamente desabotono mi camisa. Quizás pudiera huir, pero una fascinación me hipnotiza y me pega los pies a la alfombra de pelos más rosados de lo que parecían. Fuera zapatillas, calcetines. Pantalones. Javier gime por última vez y abraza las tetas de la gorda, que resopla y se recuesta lentamente con mi amigo a su espalda. Ambos jadean al compás, y poco a poco se van apagando. Uno de los dos se tira un peo, demasiado churrete, como estrujando el último poco de mayonesa del envase. De la risa paso al asco, y del asco, con los pantalones a mis pies, corriendo al baño a vomitar. Al rato salgo y los veo en la misma posición, en el medio de la cama redonda cubierta de piel de cebra. Duermen. Recojo mi camisa y mis ojos se detienen en los granos y cráteres del culo de la gorda. Otra carrera al baño. Después, la calle, mirar atrás con una sonrisa y caminar a Vicuña Mackenna. Ha sido un largo día.
Aprovechando que estaba en el centro, me encaminé hacia República, con la esperanza de encontrar a Monse en su instituto. Como a las tres cuadras empecé a arrepentirme. El calor estaba cerdo y ni siquiera estaba seguro si la encontraría; estábamos a finales de Diciembre y seguramente ella ya ni siquiera estaba yendo a clases. O quizás sí. Aunque no importaba. Sólo quería verla.
Llegando al metro Santa Ana, por la salida de la autopista, se me cruzó un auto. Cuando traté de rodearlo, una voz femenina me detuvo en seco. Quién más: Julia.
-Te veo apurado, ¿necesitas que te lleve? -preguntó.
-No, con mis patitas llego a cualquier parte -le dije. Sólo verla era un cataclismo emocional.
-¿Seguro? Antes tomabas micro para no caminar tres cuadras.
-Sí, bueno, antes era distinto. Todos podemos cambiar, ¿o no? -no sé porqué dije eso último, pero lo dije. Y sonreí.
-Vamos, te llevo -abrió la puerta-. Súbete rápido que estamos haciendo taco.
¿Cómo algo tan rico puede dar tanto asco?
Monse, Monse, MONSE. Me repetí su nombre hasta el final. Después, huí. Volví a mi casa, me bañé, me vestí aprisa y retomé mi camino hacia su instituto. La esperé. Mi cara debía reflejar fidedignamente la pudrición en mi interior. La gente me miraba, los pendejos de apariencia carretera y las minas rumiando chicle y de risas tontas se detenían en mis ojos, y parece se contagiaban de mí. De mi ruina.
Con el sol en mis talones caminé a su casa. Me sentía enfermo, no podría tomar una micro sin vomitarle encima a alguien. Entonces el calor se había ido y un viento frío me apretaba el cuerpo. O pudo haber sido una gota helada la que me congelaba la espalda. Pero no me detenía. Si lo iba a hacer debía hacerlo en ese momento, no habría otro momento con todo tan claro, tan fresco. Ella debía saber. Era lo justo.
Golpeé la reja jadeando. Estaba exhausto. Pero verla aparecer, su sonrisa y un leve gesto de curiosidad, fue todo el descanso que necesité. La calma antes de la tormenta. Luego, pasar, saludar a su abuela que aún me miraba con desconfianza (razón tenía), y la pieza. La puerta que se cerraba tras ella...
-Nunca te hablé de Julia, ¿verdad?
-¿Julia? No, creo que no.
Suspiré hondo.
-¿Te pasa algo? -preguntó.
-Sí. Pasa que soy lo peor que pudo haber pasado en tu vida -otro suspiro y mirada al piso.
Creo que memoricé las migas de pan esparcidas en su piso, a mis pies. Tenía demasiadas cosas que decir, pero carecía completamente del valor para decírselas a la cara. Cobardemente las tiré sobre ella, tartamudeándolas todas juntas. Julia una y otra vez, al comienzo, en mi práctica, luego sus reapariciones esporádicas y, finalmente, el secreto. Aquella puta verdad que gangrenaba mis tripas.
Era 1998, y Julia estaba embarazada de mí. Al parecer, mi esperma de primerizo fue más poderoso que sus anticonceptivos, o algún capricho de Dios creó vida donde nunca debió haberla. Y el error comenzó a crecer. Ella lo supo cuando ya tenía dos semanas. Fue un shock. Yo, el pendejo de mierda, le cagué sus planes, su carrera, su vida. No lo podía permitir. Tomó una licencia indefinida en la pega, y viajó a España, decidida a abortar. Tenía familia allá y, después de aquel procedimiento quirúrgico pasajero, se daría unas buenas vacaciones. Volvería a Santiago relajada, me despediría y nunca más sabría de mí. Fin del problema. Pero el problema no terminó así. Dejó pasar días, y luego semanas antes de acudir al doctor. Finalmente, se dio cuenta de que quería a ese hijo. Nuestro hijo. Quizás no sería tan difícil. De cierto modo, ella me quería, y sabía que, en mi mente de niño, yo la amaba. Entonces la mano de Dios le cortó las alas. Perdió al niño a los tres meses. Aborto espontáneo.
Se sintió culpable por la muerte de su hijo. Pensó demasiado en deshacerse de él antes de quererlo. Se merecía lo que pasó. Al menos, era lo que pensaba. Para recuperarse, renunció a todo y se propuso a empezar de cero allá, en Madrid, lejos de Chile y de mí. Le fue bien. Al menos hasta que su flamante nuevo marido, el germano, empezó a pedirle un primogénito, que por más que ella intentaba, no podía darle. Quizás él era infértil, aunque con un aborto a cuestas, podía ser ella. Pero volvieron a Chile antes de averiguarlo, y aquí estaba yo. Entonces nos reencontramos, y fornicamos. Tal vez procrearíamos de nuevo, como ella quería, o necesitaba. Por eso su egoísmo la llevó una y otra vez a mí, y mi amor enfermo me arrastró siempre de vuelta a ella.
-Hasta hoy -concluí, mirando a Monse de reojo. Su cara ya no era ella. Los ojos se le humedecieron. Me quedé viéndola, intercalando con el piso, los posters de las paredes, los discos, sus lágrimas. No pude hacer nada más. Ya estaba hecho.
-Creo que... -murmuró de pronto- es una historia muy triste... amigo.
¿Amigo? ¿Sólo eso era yo? Le cuento que acabo de cagarla con una hueona de mierda y ella sólo me sobajea el hombro y sonríe compasiva. Quedé perplejo, atontado. Esperaba una patada en las bolas por lo menos, una cachetada, un “maricón culiao’, sale de aquí”. Pero esa pasividad, esa deferencia, realmente no la entendí. Tal vez se hizo la fuerte, la abierta de mente; aunque igual no éramos nada, y el título de “amigo”, por más que doliera, era lo que hace rato la realidad me gritaba en la oreja y yo me negaba a oír. Pero, todas esas señales: las risas, los carretes, la mano que me tomaba de vez en vez, los abrazos... “Me tengo que ir”. Me tenía que ir.
Voy llegando a mi casa y veo un tipo apoyado en un auto con la radio a todo volumen, bebiendo de una lata que no parece de bebida. Es Javier, borrachísimo. Al verme llegar me saluda, con euforia. Me abraza, me besa en la mejilla y me palmotea la espalda. Me hace beber de su cerveza tibia; me presenta a una gorda con chasquilla de araña, también curada, sentada en el asiento del copiloto. Entre el ruido, los palmoteos y el trago amargo me subo al auto. Chirriamos neumáticos y unos cuántos zigzagueos y aceleradas nos dejan en la Plaza Ñuñoa. Javier hace mierda la Redcompra y rellena la mesa de uno de los pubs con unos quesitos y papas fritas, mientras desfila un trago tras otro por nuestros respectivos portavasos. Que la Negra aquí, que la Negra allá (supongo que la aludida es la gorda, que pone cara de ídem), que me echaron de la casa pero me importa un pico, que ahora que el Roberto es hueco, tú eres el elegido...
De un tirón acabamos en la calle Marín, en un edificio al que los autos entran con las luces apagadas a través una cortina plástica. Voy bien cocido, y mi amigo y su acompañante apenas se pueden en pie. De nuevo la Redcompra y una pieza con tres piscolas nos recibe. Que a la Negra le gusta experimentar cosas nuevas, que tú que estai soltero, que somos amigos, que de aquí no sale. Chum pa’entro la piscola. La gorda pone una película porno en la tele, se saca el blazer de oficina y lo tira lejos. Javier se ríe y hace lo mismo con su terno y bota un vaso que cae suave en la alfombra de pelos rosados. Me siento al borde y asumo que estoy lo suficientemente sobrio para entender y negarme a lo que pasará. Pero no huyo. Pido más piscolas -“bien cargadas para la nueve”-, que aparecen tras una pequeña puerta que se abre en la pared.
Mi amigo se empelota rápido, y la gorda le sigue el ritmo. En tiempo récord haciendo el perrito mientras yo lentamente desabotono mi camisa. Quizás pudiera huir, pero una fascinación me hipnotiza y me pega los pies a la alfombra de pelos más rosados de lo que parecían. Fuera zapatillas, calcetines. Pantalones. Javier gime por última vez y abraza las tetas de la gorda, que resopla y se recuesta lentamente con mi amigo a su espalda. Ambos jadean al compás, y poco a poco se van apagando. Uno de los dos se tira un peo, demasiado churrete, como estrujando el último poco de mayonesa del envase. De la risa paso al asco, y del asco, con los pantalones a mis pies, corriendo al baño a vomitar. Al rato salgo y los veo en la misma posición, en el medio de la cama redonda cubierta de piel de cebra. Duermen. Recojo mi camisa y mis ojos se detienen en los granos y cráteres del culo de la gorda. Otra carrera al baño. Después, la calle, mirar atrás con una sonrisa y caminar a Vicuña Mackenna. Ha sido un largo día.
viernes, 21 de septiembre de 2007
ALTERNO. Capítulo 7: Padre e hija.
Por tres meses, después de perder a Julia el 98; nadé por la vida sumergido en piscolas, roncolas, vodkas, chelas, pitos y pastillas para dormir. Gastaba los días encerrado en mi pieza y recluido en mi cabeza, apartado en una isla-prisión rodeada de sangre que salía de mi corazón roto y cubría todo hasta donde yo podía ver, y lo único que quería ver, era ella. Entonces miraba a mi alrededor y sólo había una botella de algo a medio beber y un casssette de Radiohead esperando a ser rebobinado y oído por centésima vez. Era un hombre con pocas opciones.
En esos fulminantes días, no había un dolor definido al que yo pudiera aferrarme. Todo era sufrimiento y derrota, un constante “por qué te fuiste”, “dónde estás”, “qué hice”. Y sus últimas palabras retumbando como telón musical: “Créeme que te estoy haciendo un favor.” Un favor hubiera sido evitar que me intoxicara con las pepas y el whisky de mi viejo, no eso. No apartarse sin explicación, no dejar de contestar mis llamadas, renunciar a la revista, irse a Europa. Eso no fue un favor; fueron decenas de shocks eléctricos que terminaron por fundir mis neuronas y mis ganas de vivir.
Monse. Ese nombre sonaba diametralmente distinto a “Julia”. Monse sonaba a vida, juventud, posibilidades, sonrisas. Monse era, bueno, quizás la única mujer que se me había cruzado por delante en las últimas semanas; pero, aunque hubieran habido mil más, seguiría contando como la única. Monse.
-Es un buen lugar. Piola.
-¿En serio te gusta? -me pregunta, con unos ojos que reflejan las imágenes de una pantalla tras mío.
-Sí. Es como la Blondie. Claro, sin pista de baile.
-No pos, sin pista.
-Mmmm. Bueno, cuéntame algo de ti. Lo que sea -no puedo disimular que el silencio me carcome.
-Estudio Publicidad en un instituto por acá cerca. Me va bien igual, la carrera es...
Sus palabras en realidad no me importan. La música demasiado fuerte le da un eco especial a su voz; sus dientes un poco desviados le otorgan imperfección e inocencia al conjunto de su cara, que toda junta parece ser lo único que me rodea. Es hermosa y no puedo desearla, me encanta y apenas me calienta. Sólo tengo esa molesta sensación en la guata que la chela no enfría. La cagó. De verdad me gusta esta pendeja de mierda.
-¿Y tú? ¿Qué haces por la vida, aparte de vivir con tus viejos en una casa linda en Ñuñoa?
-Nada. Osea, lo típico. Soy diseñador. Pituteo pa’ distintas revistas y no me ha ido mal últimamente... eso.
-Ah... ¿Y pensai estudiar otra cosa, o, no sé, buscar otra pega?
¿Estudiar otra cosa? ¿Acaso soy un hueón de 21? Pues no. Hace más de 11 años dejé de serlo. Quizás en materia sentimental aún no llego ni a la veintena, pero en el resto... soy un viejo podrido y añejo. Pero eso sí lo puede enfriar la chela.
Ahora, mientras caminamos a la Alameda para tomar nuestras micros, me alegro de haber hecho esa llamada. “Podríamos salir uno de estos días”; “Mañana”; “Ya pos. ¿Dónde?”; “Al Snack Bar”. Y ahí estuvimos. Y de ahí venimos, riendo. Si mis amigos se enteraran... Por lo menos a uno lo tengo cubierto con su secreto. Al otro lo voy a hacer esperar. Quiero tomarme esto con calma. Tiene 22 y parece de trece. Yo, 32 y me han echado hasta 45. Somos un papá y su hija despidiéndose en el paradero de Cummings con la Alameda con un cariño sospechoso. Un par de señoras miran desde las ventanas de algunas micros un poco alarmadas. Mientras, mi mirada se pierde en esa 233 que se va con ella, pero sin mí.
Me duché antes de salir al asado dominguero en la casa de Javier. Me detuve a mirarme en el espejo, cosa que no pasaba muy seguido. Todavía ostentaba esa panza por la que tanto me hueviaba Sofía (adicta al gimnasio ella) y las tetillas peludas que Julia insistía en depilarme cada vez que mi período refractario se alargaba más de lo soportable. Pero había algo que no estaba ahí antes. Estaba erguido. Osea, bien parado, de masa colgante, pero postura impecable. Decadente, pero impecable. Chistoso. Ameritaba un pito con mi viejo.
-Me gustaría conocerla. Debe ser simpática.
-Sí, es increíble ella. Me tiene loco, y la conozco hace como una semana nomás...
-¿Sabes lo que es raro aquí?
-¿Tú y yo fumándonos un pito acá arriba?
-No, eso ya no es raro. Es rutina, como ir a misa o desayunar. Lo raro es cómo tú, mi hijo de treinta y tantos, me habla, recién ahora, de mujeres. Recién ahora, ¿te das cuenta?
Recordé a mi viejo; el perro, el Pinochet del Evangelio, que conocí en mi juventud. Cómo decirle que ni cagando hubiera pensado en hablarle del clima siquiera. Le tenía más miedo que la chucha.
-La gente crece, papá. Ahora me siento preparado para entender tus consejos -mentí.
No había asado; sólo estábamos los tres en la casa. Tarde de solteros: tragos varios, unos pocos picoteos, un gol tras otro repitiéndose en la tele en MUTE. Todo listo para tirar los calzoncillos sobre la mesa y dejar todo salir. Lo malo es que nada salía. Nadie hablaba. O nadie hablaba coherencias. Que la pega, que las vacaciones que ya se venían, que puras huevadas. Y los secretos que se nos arrancaban de nuestra cara de incomodidad, bien guardados. No se soltaban con el ron ni se traslucían con la expresión de confesionario que cada cierto rato ponía alguno de nosotros. Estábamos más en MUTE que el FOX Sports.
Ya caída la noche y en el piso nuestro ánimo, la reunión estaba terminada, pero nadie se decidía a pararse, agarrar sus huevadas y mandarse cambiar. Entonces, en medio del silencio, me acordé de la vez en que Javier se tiró por la ventana de su pieza en una rayadura de papa impresionante, una tarde de pitos post-U. Conté la anécdota y provocó tal explosión de risa que estoy seguro que al menos una uretra en ese living cedió al apresurado chorro de orina alcohólica. Y si no, por lo menos cedieron otras cosas.
Roberto, recuperando el aliento, miró al piso y confesó. “Amigos, me voy a separar”. Los otros dos paramos de reír y pusimos cara de velorio. Ahí, en el momento en que cualquier buen compadre consuela o pide explicaciones, Javier preguntó: “¿Tú también?”. Los miré a ambos. “¿Por qué se van a separar?”. Se pisotearon en sus respectivas respuestas, pero ambas quedaron bien claras, flotando en el aire. “Porque soy gay”; “Porque tengo una amante”.
Sabía que Roberto era gay, pero pensé que intentaría conservar su matrimonio, al menos durante el embarazo de la Lorena. Pensé mal. Por otro lado, hace tiempo que a Javier se le notaba el hastío, la repulsión que sentía por su matrimonio y, quizás, hasta por su propia vida. Él, que nunca pensó en revelarse más que sólo un poco, terminó tragado por el sistema que decía detestar. Ahora se le veía aceptando estoico su castigo: una vida gris, llena de responsabilidades, sacrificios, hijos, cachos... que, a fin de cuentas, empezaban con una “M” y terminaban con una “O”. Ma-tri-mo-nio. Y su esposa gorda y patéticamente enamorada y/o narco-dependiente de él. Hasta que se aburrió el hueón. Finalmente se aburrió. Se veía venir.
-Monse, la vida es una mierda, ¿no crees tú?
-No.
¿No?
-Sabes, tenes razón. La vida no es una mierda. Tenes razón.
-Jaja. ¿Tú también veías Los Rompeportones?
-Sí. ¡Salud por eso!
Nuestros vasos de plástico salpican a todos lados la Escudo de $1.200. Nos reímos. El amigo de Monse, sentado frente a mí, me mira con cierto desprecio, y en esa expresión encuentro lo que hace rato me estaba dando vueltas. Ahora sé quién es este concha de su madre. ¡Es el narigón culiao’ de la otra vez en la Blondie! Ya sabía que su cara me era muy conocida. Bueno, cagaste pos, hueón. Ahora la Monse es mía. ¡Salud por eso también!
En esos fulminantes días, no había un dolor definido al que yo pudiera aferrarme. Todo era sufrimiento y derrota, un constante “por qué te fuiste”, “dónde estás”, “qué hice”. Y sus últimas palabras retumbando como telón musical: “Créeme que te estoy haciendo un favor.” Un favor hubiera sido evitar que me intoxicara con las pepas y el whisky de mi viejo, no eso. No apartarse sin explicación, no dejar de contestar mis llamadas, renunciar a la revista, irse a Europa. Eso no fue un favor; fueron decenas de shocks eléctricos que terminaron por fundir mis neuronas y mis ganas de vivir.
Monse. Ese nombre sonaba diametralmente distinto a “Julia”. Monse sonaba a vida, juventud, posibilidades, sonrisas. Monse era, bueno, quizás la única mujer que se me había cruzado por delante en las últimas semanas; pero, aunque hubieran habido mil más, seguiría contando como la única. Monse.
-Es un buen lugar. Piola.
-¿En serio te gusta? -me pregunta, con unos ojos que reflejan las imágenes de una pantalla tras mío.
-Sí. Es como la Blondie. Claro, sin pista de baile.
-No pos, sin pista.
-Mmmm. Bueno, cuéntame algo de ti. Lo que sea -no puedo disimular que el silencio me carcome.
-Estudio Publicidad en un instituto por acá cerca. Me va bien igual, la carrera es...
Sus palabras en realidad no me importan. La música demasiado fuerte le da un eco especial a su voz; sus dientes un poco desviados le otorgan imperfección e inocencia al conjunto de su cara, que toda junta parece ser lo único que me rodea. Es hermosa y no puedo desearla, me encanta y apenas me calienta. Sólo tengo esa molesta sensación en la guata que la chela no enfría. La cagó. De verdad me gusta esta pendeja de mierda.
-¿Y tú? ¿Qué haces por la vida, aparte de vivir con tus viejos en una casa linda en Ñuñoa?
-Nada. Osea, lo típico. Soy diseñador. Pituteo pa’ distintas revistas y no me ha ido mal últimamente... eso.
-Ah... ¿Y pensai estudiar otra cosa, o, no sé, buscar otra pega?
¿Estudiar otra cosa? ¿Acaso soy un hueón de 21? Pues no. Hace más de 11 años dejé de serlo. Quizás en materia sentimental aún no llego ni a la veintena, pero en el resto... soy un viejo podrido y añejo. Pero eso sí lo puede enfriar la chela.
Ahora, mientras caminamos a la Alameda para tomar nuestras micros, me alegro de haber hecho esa llamada. “Podríamos salir uno de estos días”; “Mañana”; “Ya pos. ¿Dónde?”; “Al Snack Bar”. Y ahí estuvimos. Y de ahí venimos, riendo. Si mis amigos se enteraran... Por lo menos a uno lo tengo cubierto con su secreto. Al otro lo voy a hacer esperar. Quiero tomarme esto con calma. Tiene 22 y parece de trece. Yo, 32 y me han echado hasta 45. Somos un papá y su hija despidiéndose en el paradero de Cummings con la Alameda con un cariño sospechoso. Un par de señoras miran desde las ventanas de algunas micros un poco alarmadas. Mientras, mi mirada se pierde en esa 233 que se va con ella, pero sin mí.
Me duché antes de salir al asado dominguero en la casa de Javier. Me detuve a mirarme en el espejo, cosa que no pasaba muy seguido. Todavía ostentaba esa panza por la que tanto me hueviaba Sofía (adicta al gimnasio ella) y las tetillas peludas que Julia insistía en depilarme cada vez que mi período refractario se alargaba más de lo soportable. Pero había algo que no estaba ahí antes. Estaba erguido. Osea, bien parado, de masa colgante, pero postura impecable. Decadente, pero impecable. Chistoso. Ameritaba un pito con mi viejo.
-Me gustaría conocerla. Debe ser simpática.
-Sí, es increíble ella. Me tiene loco, y la conozco hace como una semana nomás...
-¿Sabes lo que es raro aquí?
-¿Tú y yo fumándonos un pito acá arriba?
-No, eso ya no es raro. Es rutina, como ir a misa o desayunar. Lo raro es cómo tú, mi hijo de treinta y tantos, me habla, recién ahora, de mujeres. Recién ahora, ¿te das cuenta?
Recordé a mi viejo; el perro, el Pinochet del Evangelio, que conocí en mi juventud. Cómo decirle que ni cagando hubiera pensado en hablarle del clima siquiera. Le tenía más miedo que la chucha.
-La gente crece, papá. Ahora me siento preparado para entender tus consejos -mentí.
No había asado; sólo estábamos los tres en la casa. Tarde de solteros: tragos varios, unos pocos picoteos, un gol tras otro repitiéndose en la tele en MUTE. Todo listo para tirar los calzoncillos sobre la mesa y dejar todo salir. Lo malo es que nada salía. Nadie hablaba. O nadie hablaba coherencias. Que la pega, que las vacaciones que ya se venían, que puras huevadas. Y los secretos que se nos arrancaban de nuestra cara de incomodidad, bien guardados. No se soltaban con el ron ni se traslucían con la expresión de confesionario que cada cierto rato ponía alguno de nosotros. Estábamos más en MUTE que el FOX Sports.
Ya caída la noche y en el piso nuestro ánimo, la reunión estaba terminada, pero nadie se decidía a pararse, agarrar sus huevadas y mandarse cambiar. Entonces, en medio del silencio, me acordé de la vez en que Javier se tiró por la ventana de su pieza en una rayadura de papa impresionante, una tarde de pitos post-U. Conté la anécdota y provocó tal explosión de risa que estoy seguro que al menos una uretra en ese living cedió al apresurado chorro de orina alcohólica. Y si no, por lo menos cedieron otras cosas.
Roberto, recuperando el aliento, miró al piso y confesó. “Amigos, me voy a separar”. Los otros dos paramos de reír y pusimos cara de velorio. Ahí, en el momento en que cualquier buen compadre consuela o pide explicaciones, Javier preguntó: “¿Tú también?”. Los miré a ambos. “¿Por qué se van a separar?”. Se pisotearon en sus respectivas respuestas, pero ambas quedaron bien claras, flotando en el aire. “Porque soy gay”; “Porque tengo una amante”.
Sabía que Roberto era gay, pero pensé que intentaría conservar su matrimonio, al menos durante el embarazo de la Lorena. Pensé mal. Por otro lado, hace tiempo que a Javier se le notaba el hastío, la repulsión que sentía por su matrimonio y, quizás, hasta por su propia vida. Él, que nunca pensó en revelarse más que sólo un poco, terminó tragado por el sistema que decía detestar. Ahora se le veía aceptando estoico su castigo: una vida gris, llena de responsabilidades, sacrificios, hijos, cachos... que, a fin de cuentas, empezaban con una “M” y terminaban con una “O”. Ma-tri-mo-nio. Y su esposa gorda y patéticamente enamorada y/o narco-dependiente de él. Hasta que se aburrió el hueón. Finalmente se aburrió. Se veía venir.
-Monse, la vida es una mierda, ¿no crees tú?
-No.
¿No?
-Sabes, tenes razón. La vida no es una mierda. Tenes razón.
-Jaja. ¿Tú también veías Los Rompeportones?
-Sí. ¡Salud por eso!
Nuestros vasos de plástico salpican a todos lados la Escudo de $1.200. Nos reímos. El amigo de Monse, sentado frente a mí, me mira con cierto desprecio, y en esa expresión encuentro lo que hace rato me estaba dando vueltas. Ahora sé quién es este concha de su madre. ¡Es el narigón culiao’ de la otra vez en la Blondie! Ya sabía que su cara me era muy conocida. Bueno, cagaste pos, hueón. Ahora la Monse es mía. ¡Salud por eso también!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)